La simplicidad y austeridad de
la naturaleza sólo exigen del hombre y producen en él conceptos comunes y una
honradez vulgar; la coacción artificial y la exuberancia del estado civil son
criadero de guasones y embaucadores, pero también, ocasionalmente, de chiflados
y estafadores, y originan una apariencia de sabiduría o de honestidad que puede
prescindir tanto del entendimiento como de la integridad, con tal que sea
suficientemente tupido el velo que los buenos modales extiendan sobre las
lacras secretas del corazón o de la cabeza. A medida que aumenta el artificio,
la razón y la virtud se convierten en consigna general, de tal modo, sin embargo,
que el ardor en hablar de ellas puede quizá dispensar a las personas instruidas
y bien educadas de la carga de poseerlas. La general estimación de que gozan
esas dos ensalzadas cualidades presenta, no obstante, una diferencia notable:
todo el mundo manifiesta tener mucho más celo por las ventajas del
entendimiento que por las buenas disposiciones de la voluntad y, puestos a
elegir entre ser un tonto o un bellaco, nadie duda un momento en inclinarse por
las ventajas de lo segundo; lo cual es, ciertamente, muy comprensible, pues si
todo depende de la habilidad, será imprescindible la astucia sutil, mientras
que la honradez, en esas condiciones, no será más que un obstáculo.
Vivo
rodeado de ciudadanos doctos y decorosos, es decir, de gentes expertas en
parecerlo; y me halaga que sean tan razonables como para suponer que estoy lo
bastante dotado de esas prendas para guardarme muy mucho de perturbar la
actividad pública con chismes ancestrales en caso de que tuviera en mi poder
los más eficaces fármacos para suprimir de raíz las enfermedades de la cabeza y
del corazón. Máxime, siendo consciente de que la cura del entendimiento y del
corazón que la moda prefiere está progresando en la forma deseada y que,
especialmente, los médicos del primero, llamados lógicos, están dando cumplida
satisfacción a las demandas generales desde el momento en que hicieron este
importante descubrimiento: que la cabeza humana en realidad es un tambor que
sólo suena porque está vacío.
Por
consiguiente, nada me parece mejor que imitar el método de los médicos, los
cuales creen haber hecho un gran servicio al paciente dando un nombre a su
enfermedad; así que voy a esbozar un breve catálogo de las lacras de la cabeza,
desde su parálisis en la imbecilidad hasta su arrebatamiento en el frenesí.
Mas, para llegar a conocer la manifestación gradual de estas repulsivas
enfermedades, creo necesario explicar antes sus grados más benignos, desde la estupidez
hasta la chifladura, pues estas particularidades son mejor aceptadas
en las relaciones sociales y, sin embargo, conducen a las otras. El torpe carece
de ingenio, el estúpido carece de entendimiento. La rapidez para
entender algo y recordarlo, al igual que la facilidad para expresarlo
adecuadamente, dependen en gran medida del ingenio; por eso, alguien puede no
ser estúpido y, al mismo tiempo, ser muy torpe, en la medida en que le cuesta
que algo le entre en la cabeza, aunque luego pueda hacerse cargo de ello con
gran madurez de juicio. La dificultad de expresión nada demuestra menos que
incapacidad intelectual, sino sólo que el ingenio no presta la ayuda necesaria
para, entre una variedad de signos, vestir el pensamiento precisamente con
aquellos que mejor le cuadran. El famoso jesuita Clavius fue expulsado
de las Escuelas por ineptitud (pues, según la prueba de inteligencia de
Orbilio, para nada sirve un muchacho que no sepa hacer versos ni ripios); más
tarde, se encontró por casualidad con las matemáticas y entonces cambiaron las
tornas, resultando ser sus antiguos maestros los torpes. El juicio práctico
acerca de las cosas, como es el que necesitan los campesinos, los artistas o
los marineros, difiere mucho del que emitimos en lo tocante a las relaciones
humanas. Este último no consiste tanto en entendimiento cuanto en astucia, y la
agradable carencia de esta aptitud tan ensalzada se llama simpleza. Si
la causa de ésta radica sólo en la debilidad de Juicio, diremos que tal persona
es un alma cándida, un pánfilo, etc. Como, en la sociedad civil,
las intrigas y malas artes se convierten poco a poco en normas usuales, que
enmarañan enormemente el juego de las acciones humanas, nada tiene de extraño
que un hombre sensato y cabal, ya sea porque desprecie demasiado todas esas
artimañas para enredarse en ellas o porque su corazón sincero y bondadoso no
pueda plegarse a aceptar un concepto tan odioso de la naturaleza humana, esté
condenado a caer siempre en las trampas de los embaucadores y a darles
abundantes motivos de risa. Así es como la expresión 'un buen hombre' termina
significando, no ya en sentido metafórico sino recto, 'pánfilo' o, llegado el
caso, incluso gili...; y es que en el lenguaje de los bellacos sólo es sensato
el que piensa que los demás en nada son mejores que él, es decir, que son unos
embaucadores.
Los
impulsos de la naturaleza humana que, cuando son muy intensos, se denominan
pasiones, son las fuerzas motrices de la voluntad; el entendimiento sólo
alcanza a estimar, a partir de las finalidades propuestas, la suma total de la
satisfacción de todas las inclinaciones, así como a averiguar los medios para
alcanzarlas. Pero cuando una pasión es particularmente fuerte, poca ayuda puede
prestar frente a ella la capacidad intelectual, pues una persona hechizada
puede ver con toda claridad las razones en contra de su dilecta inclinación,
pero se siente incapaz de activarlas eficazmente. Cuando dicha inclinación es
en sí buena y esa persona es en general razonable, sólo que la preponderancia
de esa propensión le impide ver las malas consecuencias, este estado de la
razón encadenada es la necedad. El necio puede tener mucho
entendimiento, incluso al enjuiciar las acciones en las que se comporta
neciamente; es más, ha de tener incluso un entendimiento notable, y un buen
corazón, para merecer que a sus desórdenes se les aplique esa denominación
atenuada. El necio puede dar, llegado el caso, excelentes consejos a los
demás, aunque sus consejos sean ineficaces en lo que a él le afecta. Sólo la
desgracia y la edad le hacen prudente, pero a menudo éstas sólo hacen que una
insensatez pase a segundo plano para dejar sitio a otra. Desde siempre, la
pasión enamorada o la ambición desmedida han tornado necia a mucha gente razonable.
Por una muchacha, el terrible Alcides se ve obligado a tirar del hilo de
la rueca; y los ociosos ciudadanos atenienses, con sus ridículas lisonjas,
hacen que Alejandro vaya hasta el fin del mundo. Hay otras
inclinaciones, no tan intensas ni tan universales, pero que también originan la
correspondiente insensatez: la fiebre de edificar, el ansia por los cuadros, la
bibliomanía. La persona degenerada se ha apartado de su lugar natural; todo la
atrae y todo la retiene. Al necio se opone el hombre prudente; pero el
que está exento de necedad es un sabio. Y a ese sabio podemos
buscarlo, pongo por caso, en la luna; tal vez allí se está libre de pasiones y
se es infinitamente racional. Al apático le preserva de la necedad su propia
torpeza; mas, a los ojos del vulgo, ofrece la apariencia de sabio. Pirrón, navegando
en medio de una tempestad, mientras todos se afanaban angustiados, vio cómo un
cerdo seguía comiendo tranquilamente en el pesebre y, señalándolo, dijo: «tal
ha de ser la serenidad del sabio». El apático es el sabio según Pirrón.
Cuando la
pasión dominante es en sí execrable y, a la vez, tan absurda que busca
satisfacción precisamente en la antítesis de su finalidad natural, ese estado
de la razón trastornada es la chifladura. El insensato conoce muy bien
el verdadero objetivo de su pasión, aunque concede a ésta una fuerza capaz de
esclavizar la razón. Al chiflado, sin embargo, la pasión le vuelve tan estúpido
que sólo cree poseer lo que desea cuando en realidad se está privando de ello. Pirro
sabía muy bien que la valentía y el poder se granjean universal admiración;
se dejó arrastrar por el impulso de la ambición, pero no fue más que lo que Cineas
opinaba de él: un insensato. En cambio, cuando Nerón se expone a la
burla pública leyendo en un escenario versos infames para obtener un galardón
poético; es más, cuando al final de su vida dice: quantus artifex moriorfl, no
veo en este temido y ridículo señor de Roma nada más que un chiflado. Tengo
para mí que toda chifladura es un injerto de dos pasiones: la soberbia y la
avaricia. Estas dos inclinaciones son injustas y por ello son aborrecibles;
ambas son absurdas por su propia naturaleza y su objetivo se autodestruye. El
soberbio muestra a las claras sus pretensiones de superioridad sobre los demás
menospreciándolos ostensiblemente; cree ser venerado cuando se le abuchea, pues
nada hay tan claro como que el desprecio a los demás solivianta el amor propio
de éstos contra el presuntuoso. El avaricioso, desde su punto de vista, tiene
necesidad de muchas cosas y en modo alguno puede prescindir del menor de sus
bienes; sin embargo, en realidad está prescindiendo de todos ellos, pues los
tiene confiscados por su propia mezquindad. La obcecación de la soberbia
produce dos tipos de chiflados, los estultos y los engreídos, según
se haya posesionado de su vacía cabeza el atolondramiento grotesco o la
estupidez cerril. Desde siempre la mezquina avaricia ha dado pie a historias
tan ridículas que difícilmente podrían inventarse otras más peregrinas que las
que acontecen en la realidad. El necio no es sabio, el chiflado no es juicioso.
La mofa que provoca el necio es graciosa e indulgente; el chiflado se tiene bien
ganado el más hiriente flagelo de la sátira y, sin embargo, es el único que ni
lo siente. No debemos perder la esperanza de que el necio pueda algún día
tornarse prudente, pero el que pretenda hacer juicioso a un chiflado gasta
tiempo en balde. La causa es que en el primero impera, a pesar de todo, una
inclinación natural y auténtica, sólo que tiene sojuzgada a la razón; mientras
que en el segundo quien tiene el mando es un fantoche majadero que trastorna
los principios de dicha razón. Dejo a otros decidir si hay motivos para que
estemos preocupados por la curiosa predicción de Holberg cuando dice que
el cotidiano aumento de chiflados resulta sospechoso y hace temer que se les
pueda ocurrir la idea de fundar la quinta monarquía. Ahora bien, aun en el
supuesto de que efectivamente lo estuvieran tramando, mejor sería que se lo
tomasen con calma, pues podría ocurrir que alguno soplara a otro al oído lo que
el famoso bufón de una corte cercana -quien, vestido de payaso, cruzaba a
caballo una ciudad polaca-gritó a los estudiantes que le perseguían: «Señores
míos, sean aplicados y aprendan algo, que como aumentemos demasiado los de mi
gremio no va a haber pan para todos».
Voy a pasar
de las lacras de la cabeza que son despreciadas y ridiculizadas a aquellas
otras que por lo general se miran con compasión; de las que no perturban la
normal convivencia de los ciudadanos a aquellas de las cuales se hace cargo la
autoridad y toma respecto a ellas medidas preventivas. Dividiré estas
enfermedades en dos tipos: de incapacidad y de trastorno. Las primeras se
subsumen bajo la denominación genérica de imbecilidad, las segundas bajo
el nombre de perturbación mental. El imbécil adolece de gran falta de
memoria, de razón e incluso, por regla general, tiene también afectada la percepción
sensorial. Este mal es incurable por muchas razones; pues si ya es difícil
superar los brutales desórdenes de un cerebro trastornado, ha de ser
prácticamente imposible infundir una nueva vida en sus fenecidos órganos. Las
manifestaciones de esta debilidad que impide al desdichado rebasar el estadio
de la infancia son de sobra conocidas, de modo que huelga demorarse en ellas
por más tiempo.
Las lacras
de la cabeza perturbada pueden reducirse a tantos géneros supremos cuantas sean
las facultades psíquicas afectadas. Creo poder dividirlas, globalmente, en los
tres grupos siguientes: primero, el trastrueque de los conceptos de la
experiencia, que es la demencia; en segundo lugar, la perturbación de la
facultad de enjuiciar ante todo la experiencia misma, que es el delirio; en
tercer lugar, el trastorno de la razón en lo tocante a los juicios más
universales, que es la alienación. Todas las restantes manifestaciones
de un cerebro enfermo se me antoja que pueden ser consideradas bien como grados
diversos de las mencionadas fatalidades, o como desdichada combinación de esos
males o, en último término, como un injerto de dichos males en unas pasiones
poderosas; y, así, pueden ser subsumidas bajo las clases mencionadas.
Por lo que
respecta al primero de esos males, la demencia, voy a aclarar sus
manifestaciones del modo que sigue. Incluso en estado de plena salud, el alma
de todo hombre se aplica en forjar toda suerte de imágenes de cosas no
presentes o, asimismo, en completar las similitudes imperfectas de las
representaciones de cosas presentes con rasgos fantásticos que la imaginación
creadora añade aquí y allá a la mera sensación. No existen motivos para que
creamos que, en estado de vigilia, nuestra mente se rija por leyes distintas a
las del sueño; más bien es de suponer que, en el primer caso, lo que ocurre es
que las vívidas impresiones sensibles eclipsan, hasta hacerlas irreconocibles,
las imágenes de la fantasía, que son más débiles; en el sueño, por el
contrario, al tener cerrado el acceso al alma todas las impresiones externas,
aquellas imágenes cobran toda su fuerza. Por eso, nada tiene de extraño que,
mientras duran los sueños, los tomemos por experiencias auténticas de las cosas
reales; y es que como en ese momento resultan ser las representaciones más
fuertes, equivalen en ese estado a lo que son durante la vigilia las
sensaciones. Supongamos ahora que, por cualquier causa, ciertas quimeras
hubieran, por así decir, lesionado algún órgano del cerebro de tal suerte que
el efecto experimentado hubiera sido tan hondo y, a la vez, tan certero como
sólo puede provocarlo una percepción sensorial; en ese caso, forzosamente,
incluso en estado de vigilia y gozando de sana razón, se tomará esa
fantasmagoría por una experiencia real. Y sería inútil oponer motivos
racionales a una sensación o a una representación de igual intensidad, pues los
sentidos producen una convicción acerca de las cosas reales mucho mayor que el
razonamiento; jamás nadie que esté bajo el influjo de una quimera tal puede ser
inducido mediante sutiles argumentos a poner en duda su hipotética sensación.
También nos encontramos con personas que, aunque en otros casos den pruebas de
suficiente madurez racional, se obstinan sin embargo en afirmar que han visto
extrañas figuras espectrales y rostros grotescos en plena lucidez; incluso
pueden ser suficientemente agudos como para relacionar su imaginaria
experiencia con sutiles razonamientos de diversa índole. Esta característica,
en virtud de la cual, aun sin estar aquejado en grado notable por una
enfermedad severa, el perturbado acostumbra a imaginar que, en estado de
vigilia, percibe claramente ciertas cosas de cuya presencia no hay ni rastro,
se llama demencia. Así, pues, el demente es un soñador despierto. Ahora
bien, si las habituales ilusiones de sus sentidos sólo parcialmente son
fantasmagorías pero predominan las sensaciones reales, entonces aquel en quien
se dé en grado sumo una inclinación a dicho trastorno es un fantaseador. Cuando,
nada más despertarnos, nos quedamos indolente y apaciblemente en la cama y nos
distraemos dibujando con la imaginación formas humanas de aparente precisión a
partir, pongo por caso, de los desordenados pliegues de las cortinas o de las
manchas de una pared cercana, entonces se trata de una ilusión que nos
entretiene de modo nada desagradable pero que podemos disipar en el momento que
deseemos. Como sólo estamos soñando a medias cuando eso ocurre, somos dueños de
la quimera. Pero si se produce en mayor grado algo semejante, y la atención
propia del estado de vigilia no es capaz de distinguir lo que en esa engañosa
ilusión pertenece a la fantasmagoría, este trastorno da pie a la sospecha de que
estamos ante un fantaseador. Este tipo de autoengaño en las sensaciones es, por
cierto, muy común y, mientras no sea más que de mediana intensidad, se le
dispensará de semejante calificativo, si bien dicha debilidad psíquica puede
degenerar en auténtica fantasiosidad en el caso de que se cruce con una pasión.
Por lo demás, en virtud de una habitual ofuscación, los humanos no ven lo que
está ahí, sino lo que su inclinación les quiere hacer ver: el coleccionista de
especies naturales ve ciudades en las piedras florentinas, el beato ve en las
vetas del mármol la historia de la Pasión, cierta señora ve en la luna, a
través de su catalejo, la sombra de dos enamorados y su párroco, en cambio, ve
dos torres de una iglesia. El miedo convierte en lanzas y espadas los rayos de
la aurora boreal y, al anochecer, hace que un indicador del camino se vuelva
espectro gigantesco.
Donde más
comúnmente se da la disposición anímica a fantasear es en la hipocondría. Las
quimeras que urde esta enfermedad no engañan en realidad a los sentidos
externos sino que producen en el hipocondríaco una percepción ilusoria de su
propio estado, ya sea corporal o anímico, que en su mayor parte es vana
ficción. El hipocondríaco sufre un mal que, sea cual fuere el lugar donde tenga
su sede principal, es muy probable que recorra constantemente el tejido
nervioso de todas las partes del cuerpo. Sin embargo, extiende preferentemente
en torno a la sede del alma un vaho melancólico, de tal modo que el paciente
sufre el fantasma de casi todas las enfermedades de las que oye hablar. Por esa
razón, su tema preferido de conversación son las propias indisposiciones; le
gusta leer libros de medicina, por doquier encuentra sus propios síntomas;
pero, en sociedad, probablemente sin que él mismo se dé cuenta, torna su buen
humor, y entonces se ríe mucho, come bien y, en general, tiene el aspecto de
una persona sana. Por lo que atañe a su fabulación interior, las imágenes son a
menudo de tal intensidad y duración que se le hacen agobiantes. Se dan
situaciones, como cuando tiene en la cabeza una figura ridícula (aun
reconociéndola como producto de su imaginación), que le provoca una risa
impertinente en presencia de otros, pero él oculta el motivo; o cuando ideas
tenebrosas de diversa índole le impulsan violentamente a realizar alguna maldad
que a él mismo le atemoriza, aunque luego nunca llegue a realizarla; en dichas
situaciones, su estado presenta muchas similitudes con el de un demente, pero
no lo es necesariamente. El mal no tiene raíces profundas y, en la medida en
que afecta al psiquismo, por lo general mejora por sí mismo o con alguna
medicación. Según los diversos estados anímicos de las personas, una misma
representación afecta en muy diferentes grados a la sensibilidad. Por eso se
atribuye a alguien una especie de fantasiosidad por el mero hecho de que el
grado de intensidad con que le afectan ciertos objetos se considera aberrante
comparado con la moderación de una cabeza sana. Por este motivo, el melancólico
es un fantaseador en lo tocante a los males de la existencia. El amor posee
una cantidad enorme de encantos quiméricos; y el más sutil artificio de los
antiguos Estados consistía en hacer de los ciudadanos unos fantaseadores en su
percepción del bienestar público. Aquel que, antes que por los principios, se
enardece por un sentimiento moral más de lo que pueden imaginarse otros, de
sensibilidad aletargada y a menudo innoble, es un fantaseador al modo de ver de
éstos. Imaginémonos a Arístides rodeado de usureros, a Epicteto en
medio de cortesanos y a Juan Jacobo Rousseau entre los doctores de la
Sorbona. Ya me parece oír una algarabía de risotadas sarcásticas y cientos de
voces gritar: ¡Menudos fantaseadores! Esta ambigua apariencia de
fantasiosidad, presente en sentimientos morales buenos en sí, es el entusiasmo,
sin el cual jamás se ha llevado a cabo nada grande en el mundo. Muy otra es la
condición del fanático (iluminado, visionario). Este es en realidad un
demente que presume de inspiración directa y de gran familiaridad con los
poderes celestiales. La naturaleza humana no conoce ilusión más peligrosa. Si
el brote es reciente, el iluminado posee talento y el populacho está dispuesto
a asimilar en lo más íntimo ese fermento, entonces hasta el Estado puede
experimentar sacudidas. La exaltación lleva al iluminado a los mayores
extremos: a Mahoma, al trono principesco, y a Juan de Leyde, al
patíbulo. En cierta medida, también puedo incluir entre los trastornos de la
cabeza la perturbación de la memoria, en tanto que afecta a los
conceptos de la experiencia. Y es que esta perturbación confunde al desdichado
que la padece con la imagen quimérica de Dios sabe qué situación anterior que,
en realidad, jamás se ha dado. El que, a pesar de no confundirse de modo
notorio respecto a su situación actual, habla de bienes que pretende haber
poseído en el pasado o de un reino que tuvo, es un demente respecto a la
memoria. El viejo cascarrabias, que cree firmemente que en su juventud el mundo
estaba más en orden y los hombres eran mejores, es un fantaseador en lo tocante
a la memoria.
Ahora bien,
hasta aquí todavía no está realmente afectada la capacidad de entender en la
cabeza trastornada, o al menos no es necesario que lo esté; pues el error sólo
se da en los conceptos, mientras que los juicios en sí -en caso de que aceptemos
como verdadera la percepción distorsionada-pueden ser totalmente correctos e
incluso inusualmente razonables. Por el contrario, una perturbación del
entendimiento consiste en que, a partir de experiencias eventualmente
correctas, se emiten juicios totalmente erróneos; y el primer grado de esta
enfermedad es el delirio, que contraviene las reglas comunes del
entendimiento en los juicios más próximos a la experiencia. El que delira ve y
se acuerda de los objetos tan correctamente como cualquier persona sana, sólo
que, por un insensato desvarío, interpreta habitualmente el comportamiento de
las demás personas por referencia a sí mismo y, por ello, cree poder descifrar
no sabemos qué sospechosas intenciones que los demás no han abrigado nunca. Si
se le hiciese caso, habría que creer que toda la ciudad se ocupa de él. Los
vendedores del mercado, que tratan entre sí y que casualmente le miran, es que
traman alguna agresión contra él; el vigilante nocturno le llama para tomarle
el pelo; en resumidas cuentas, no ve más que una confabulación universal en
contra suya. El melancólico, que delira en lo que atañe a sus lúgubres y
quejumbrosas conjeturas, es un ser apesadumbrado. Pero también existen toda
suerte de delirios divertidos; la propia pasión amorosa se complace o se
mortifica con peregrinas interpretaciones similares al delirio. Una persona soberbia,
en cierta medida, padece delirio, pues cuando los demás se le quedan
mirando con cara burlona, saca la conclusión de que le están admirando.
El segundo
grado de trastorno mental respecto a la facultad cognoscitiva superior es, en
propiedad, la razón caída en desorden, en tanto que se extravía absurdamente en
sutiles juicios imaginarios acerca de conceptos universales y puede denominarse
alienación. En el grado máximo de esta perturbación, bullen en el
calenturiento cerebro toda suerte de pretendidas intuiciones sutilísimas: se
averigua la extensión del mar, se interpretan profecías, o un batiburrillo de
desatinos sin pies ni cabeza. Si, además, el desdichado yerra incluso en los
juicios de experiencia, recibe entonces el nombre de vesánico. Pero, en
cambio, puede darse el caso de que alguien se apoye en muchos juicios de
experiencia correctos, aunque su sensibilidad, en virtud de la novedad y
multitud de consecuencias que su ingenio le ofrece, esté de tal modo embriagada
que ya no preste atención a la corrección de los nexos; esto origina
frecuentemente una fulgurante apariencia de vesania, que puede coexistir con un
gran genio, y se explica porque la razón es más lenta que el ingenio y
no es capaz de acompasarse a su ritmo enfebrecido. El estado de trastorno en el
que la cabeza se vuelve indiferente a las sensaciones externas es el desatino;
y éste, cuando le domina la cólera, se llama frenesí. La desesperación es el desatino
transitorio de alguien que ha perdido las esperanzas. En general, el
arrebato tempestuoso de una persona trastornada se llama enloquecimiento
furioso. El loco furioso, en la medida que desatina, está enajenado.
El ser
humano en estado de naturaleza puede estar expuesto a caer en alguna necedad y,
más difícilmente, a padecer alguna chifladura. Sus necesidades le mantienen
constantemente cerca de la experiencia y procuran a su sano entendimiento una
ocupación tan liviana que apenas si se da cuenta de que necesita del
entendimiento para sus actividades. La inercia confiere a sus toscos y vulgares
deseos una moderación que deja al poco Juicio que necesita poder suficiente
para dominarlos con vistas a su máximo provecho. ¿De dónde habría de sacar la
materia para su chifladura si, despreocupado de la opinión de los demás, no
puede ser vanidoso ni engreído? Al no tener ni idea del valor de los bienes de
que no ha gozado, está protegido contra lo absurdo de la mezquina codicia; y
como en su cabeza no tiene cabida un ápice de ingenio, está igualmente al
abrigo de toda vesania. Asimismo, es muy raro que puedan producirse trastornos
del psiquismo en este estadio de simplicidad. Si el cerebro del hombre sin
civilizar hubiera sufrido algún choque, ignoro de dónde podría provenir una
fantasmagoría capaz de relegar a segundo plano las sensaciones habituales, que
le tienen constantemente ocupado. ¿Qué delirio podría sobrevenirle si nunca
tiene motivos para extraviarse con sus juicios en la lejanía? Y, por supuesto,
la vesania desborda por completo sus capacidades. Si estuviera enfermo de la
cabeza, o bien sería imbécil o estaría enajenado, lo cual tampoco debería
ocurrir muy a menudo, ya que estas personas, al gozar de libertad y moverse
mucho, son sanas en su mayoría. Es en el estado civil donde realmente se
encuentra el fermento de todo este deterioro, pues, aunque no lo cause
directamente, sí contribuye a mantenerlo y acrecentarlo. El entendimiento, en
la medida en que alcanza a subvenir a las necesidades y a las sencillas
satisfacciones de la vida, es un entendimiento sano; pero, en la medida
en que se le exige una exuberancia rebuscada, sea en el disfrute o en las
ciencias, estamos ante un entendimiento sutil. Según esto, el sano
entendimiento de un ciudadano sería ya demasiado sutil para el ser humano en
estado natural; y los conceptos que, en ciertos círculos sociales, dan por
supuesto un entendimiento sutil, son inadecuados para aquellos que, al menos en
sus concepciones, están más cerca de la simplicidad natural, de tal forma que
éstos suelen parecer unos chiflados cuando pasan a utilizar dichos conceptos.
En algún
lugar de su obra, el Abate Terrasson establece una distinción entre los
perturbados mentales: los que concluyen correctamente partiendo de ideas falsas
y los que a partir de ideas correctas sacan conclusiones erróneas. Esta
división concuerda perfectamente con lo anteriormente expuesto. En los del
primer tipo, es decir, los fantasiosos, o dementes, en realidad no está
afectado el entendimiento, sino sólo la facultad que suscita en el alma los
conceptos de que luego se sirve el Juicio para compararlos. A estos enfermos se
les puede muy bien redargüir con argumentos de razón que, aunque no supriman su
mal, contribuyen por lo menos a aliviarlo. Por contra, en los del segundo tipo,
delirantes y alienados, al estar afectado el entendimiento mismo, el razonar
con ellos no sólo carece de sentido (pues no estarían trastornados si pudieran
comprender esas razones), sino que es también altamente perjudicial. Y es que
así lo único que hacemos es proporcionar nuevos materiales a su perturbada
cabeza para seguir urdiendo despropósitos; el contrasentido no se mitiga, sino
que se aviva, por lo cual es absolutamente necesario adoptar en el trato con
ellos una actitud despegada y benevolente, como si uno no se diera ni cuenta de
que algo no funciona en su mente.
He
denominado enfermedades de la cabeza a las lacras de la potencia
cognoscitiva, de la misma manera que llamamos enfermedad del corazón a
la perversión de la voluntad. Asimismo, tan sólo he prestado atención a sus
manifestaciones en el psiquismo, no queriendo escudriñar en su raíz, que bien
puede estar en el cuerpo y que, más concretamente, puede que tenga su sede
central en el aparato digestivo antes que en el cerebro -posibilidad que se
apunta en los números 150, 151 Y 152 de la prestigiosa revista semanal de todos
conocida con el título de El Médico. Ni
siquiera puedo convencerme a mí mismo en modo alguno de que los trastornos del
psiquismo hayan de tener su origen, como generalmente se cree, en la soberbia,
en el amor, incluso en la cavilación excesiva o en algún tipo de abuso de las
facultades anímicas. Este dictamen, que convierte la desgracia del enfermo en
motivo de reproches sarcásticos, es muy cruel y está motivado por un error
común en virtud del cual se suelen confundir causa y efecto. Si prestamos aunque
sólo sea un poco de atención a los casos, nos percataremos de lo siguiente:
primero sufre el cuerpo; al principio, cuando el germen de la enfermedad se
está desarrollando de forma latente, lo que se percibe es un trastorno ambiguo
que todavía no hace sospechar una perturbación del psiquismo y que se
manifiesta en forma de extraños caprichos amorosos, actitud engreída o
profundas cavilaciones inútiles. Con el tiempo aflora la enfermedad, dando así
pie a atribuir su causa al estado de ánimo inmediatamente anterior. Sin
embargo, en vez de afirmar que una persona ha sufrido una perturbación porque
era demasiado soberbia, habría que decir más bien que se ha vuelto soberbia
porque ya tenía algún grado de perturbación. Estos tristes males, siempre que
no sean hereditarios, permiten esperar una feliz curación y, en esta situación,
hay que buscar ante todo el auxilio del médico.
Con todo,
por deferencia, me gustaría no excluir al filósofo, que podría prescribir la
dieta del psiquismo; pero sólo a condición de que por ello, al igual que por la
mayor parte de sus restantes ocupaciones, no reclamara ninguna retribución. En
reciprocidad, cuando el filósofo acometiera ocasionalmente la magna y siempre
infructuosa tarea de curar la chifladura, tampoco debería rehusar el médico
acudir en su ayuda. Por ejemplo, si un sabio aquejado de locura furiosa
alborotara en demasía, podría sopesar si la ingestión de purgantes en altas
dosis tendría un efecto favorable. Si, de acuerdo con las observaciones de Swift,
un mal poema no es más que el aseo del cerebro, gracias al cual, para
alivio del poeta enfermo, se eliminan gran cantidad de humores nocivos, ¿por
qué no habría de ocurrir lo mismo con la lucubración de un escrito deplorable?
En este caso, lo procedente sería dar a la naturaleza otra vía de escape, para
que el mal quedase eliminado de manera radical y discreta, sin perturbar a los
convecinos.
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