domingo, 27 de mayo de 2012

Ensayo sobre las Enfermedades de la Cabeza [Immanuel Kant]


La simplicidad y austeridad de la naturaleza sólo exigen del hombre y producen en él conceptos comunes y una honradez vulgar; la coacción artificial y la exuberancia del estado civil son criadero de guasones y embaucadores, pero también, ocasionalmente, de chiflados y estafadores, y originan una apariencia de sabiduría o de honestidad que puede prescindir tanto del entendimiento como de la integridad, con tal que sea suficientemente tupido el velo que los buenos modales extiendan sobre las lacras secretas del corazón o de la cabeza. A medida que aumenta el artificio, la razón y la virtud se convierten en consigna general, de tal modo, sin embargo, que el ardor en hablar de ellas puede quizá dispensar a las personas instruidas y bien educadas de la carga de poseerlas. La general estimación de que gozan esas dos ensalzadas cualidades presenta, no obstante, una diferencia notable: todo el mundo manifiesta tener mucho más celo por las ventajas del entendimiento que por las buenas disposiciones de la voluntad y, puestos a elegir entre ser un tonto o un bellaco, nadie duda un momento en inclinarse por las ventajas de lo segundo; lo cual es, ciertamente, muy comprensible, pues si todo depende de la habilidad, será imprescindible la astucia sutil, mientras que la honradez, en esas condiciones, no será más que un obstáculo.
Vivo rodeado de ciudadanos doctos y decorosos, es decir, de gentes expertas en parecerlo; y me halaga que sean tan razonables como para suponer que estoy lo bastante dotado de esas prendas para guardarme muy mucho de perturbar la actividad pública con chismes ancestrales en caso de que tuviera en mi poder los más eficaces fármacos para suprimir de raíz las enfermedades de la cabeza y del corazón. Máxime, siendo consciente de que la cura del entendimiento y del corazón que la moda prefiere está progresando en la forma deseada y que, especialmente, los médicos del primero, llamados lógicos, están dando cumplida satisfacción a las demandas generales desde el momento en que hicieron este importante descubrimiento: que la cabeza humana en realidad es un tambor que sólo suena porque está vacío.
Por consiguiente, nada me parece mejor que imitar el método de los médicos, los cuales creen haber hecho un gran servicio al paciente dando un nombre a su enfermedad; así que voy a esbozar un breve catálogo de las lacras de la cabeza, desde su parálisis en la imbecilidad hasta su arrebatamiento en el frenesí. Mas, para llegar a conocer la manifestación gradual de estas repulsivas enfermedades, creo necesario explicar antes sus grados más benignos, desde la estupidez hasta la chifladura, pues estas particularidades son mejor aceptadas en las relaciones sociales y, sin embargo, conducen a las otras. El torpe carece de ingenio, el estúpido carece de entendimiento. La rapidez para entender algo y recordarlo, al igual que la facilidad para expresarlo adecuadamente, dependen en gran medida del ingenio; por eso, alguien puede no ser estúpido y, al mismo tiempo, ser muy torpe, en la medida en que le cuesta que algo le entre en la cabeza, aunque luego pueda hacerse cargo de ello con gran madurez de juicio. La dificultad de expresión nada demuestra menos que incapacidad intelectual, sino sólo que el ingenio no presta la ayuda necesaria para, entre una variedad de signos, vestir el pensamiento precisamente con aquellos que mejor le cuadran. El famoso jesuita Clavius fue expulsado de las Escuelas por ineptitud (pues, según la prueba de inteligencia de Orbilio, para nada sirve un muchacho que no sepa hacer versos ni ripios); más tarde, se encontró por casualidad con las matemáticas y entonces cambiaron las tornas, resultando ser sus antiguos maestros los torpes. El juicio práctico acerca de las cosas, como es el que necesitan los campesinos, los artistas o los marineros, difiere mucho del que emitimos en lo tocante a las relaciones humanas. Este último no consiste tanto en entendimiento cuanto en astucia, y la agradable carencia de esta aptitud tan ensalzada se llama simpleza. Si la causa de ésta radica sólo en la debilidad de Juicio, diremos que tal persona es un alma cándida, un pánfilo, etc. Como, en la sociedad civil, las intrigas y malas artes se convierten poco a poco en normas usuales, que enmarañan enormemente el juego de las acciones humanas, nada tiene de extraño que un hombre sensato y cabal, ya sea porque desprecie demasiado todas esas artimañas para enredarse en ellas o porque su corazón sincero y bondadoso no pueda plegarse a aceptar un concepto tan odioso de la naturaleza humana, esté condenado a caer siempre en las trampas de los embaucadores y a darles abundantes motivos de risa. Así es como la expresión 'un buen hombre' termina significando, no ya en sentido metafórico sino recto, 'pánfilo' o, llegado el caso, incluso gili...; y es que en el lenguaje de los bellacos sólo es sensato el que piensa que los demás en nada son mejores que él, es decir, que son unos embaucadores.
Los impulsos de la naturaleza humana que, cuando son muy intensos, se denominan pasiones, son las fuerzas motrices de la voluntad; el entendimiento sólo alcanza a estimar, a partir de las finalidades propuestas, la suma total de la satisfacción de todas las inclinaciones, así como a averiguar los medios para alcanzarlas. Pero cuando una pasión es particularmente fuerte, poca ayuda puede prestar frente a ella la capacidad intelectual, pues una persona hechizada puede ver con toda claridad las razones en contra de su dilecta inclinación, pero se siente incapaz de activarlas eficazmente. Cuando dicha inclinación es en sí buena y esa persona es en general razonable, sólo que la preponderancia de esa propensión le impide ver las malas consecuencias, este estado de la razón encadenada es la necedad. El necio puede tener mucho entendimiento, incluso al enjuiciar las acciones en las que se comporta neciamente; es más, ha de tener incluso un entendimiento notable, y un buen corazón, para merecer que a sus desórdenes se les aplique esa denominación atenuada. El necio puede dar, llegado el caso, excelentes consejos a los demás, aunque sus consejos sean ineficaces en lo que a él le afecta. Sólo la desgracia y la edad le hacen prudente, pero a menudo éstas sólo hacen que una insensatez pase a segundo plano para dejar sitio a otra. Desde siempre, la pasión enamorada o la ambición desmedida han tornado necia a mucha gente razonable. Por una muchacha, el terrible Alcides se ve obligado a tirar del hilo de la rueca; y los ociosos ciudadanos atenienses, con sus ridículas lisonjas, hacen que Alejandro vaya hasta el fin del mundo. Hay otras inclinaciones, no tan intensas ni tan universales, pero que también originan la correspondiente insensatez: la fiebre de edificar, el ansia por los cuadros, la bibliomanía. La persona degenerada se ha apartado de su lugar natural; todo la atrae y todo la retiene. Al necio se opone el hombre prudente; pero el que está exento de necedad es un sabio. Y a ese sabio podemos buscarlo, pongo por caso, en la luna; tal vez allí se está libre de pasiones y se es infinitamente racional. Al apático le preserva de la necedad su propia torpeza; mas, a los ojos del vulgo, ofrece la apariencia de sabio. Pirrón, navegando en medio de una tempestad, mientras todos se afanaban angustiados, vio cómo un cerdo seguía comiendo tranquilamente en el pesebre y, señalándolo, dijo: «tal ha de ser la serenidad del sabio». El apático es el sabio según Pirrón.
Cuando la pasión dominante es en sí execrable y, a la vez, tan absurda que busca satisfacción precisamente en la antítesis de su finalidad natural, ese estado de la razón trastornada es la chifladura. El insensato conoce muy bien el verdadero objetivo de su pasión, aunque concede a ésta una fuerza capaz de esclavizar la razón. Al chiflado, sin embargo, la pasión le vuelve tan estúpido que sólo cree poseer lo que desea cuando en realidad se está privando de ello. Pirro sabía muy bien que la valentía y el poder se granjean universal admiración; se dejó arrastrar por el impulso de la ambición, pero no fue más que lo que Cineas opinaba de él: un insensato. En cambio, cuando Nerón se expone a la burla pública leyendo en un escenario versos infames para obtener un galardón poético; es más, cuando al final de su vida dice: quantus artifex moriorfl, no veo en este temido y ridículo señor de Roma nada más que un chiflado. Tengo para mí que toda chifladura es un injerto de dos pasiones: la soberbia y la avaricia. Estas dos inclinaciones son injustas y por ello son aborrecibles; ambas son absurdas por su propia naturaleza y su objetivo se autodestruye. El soberbio muestra a las claras sus pretensiones de superioridad sobre los demás menospreciándolos ostensiblemente; cree ser venerado cuando se le abuchea, pues nada hay tan claro como que el desprecio a los demás solivianta el amor propio de éstos contra el presuntuoso. El avaricioso, desde su punto de vista, tiene necesidad de muchas cosas y en modo alguno puede prescindir del menor de sus bienes; sin embargo, en realidad está prescindiendo de todos ellos, pues los tiene confiscados por su propia mezquindad. La obcecación de la soberbia produce dos tipos de chiflados, los estultos y los engreídos, según se haya posesionado de su vacía cabeza el atolondramiento grotesco o la estupidez cerril. Desde siempre la mezquina avaricia ha dado pie a historias tan ridículas que difícilmente podrían inventarse otras más peregrinas que las que acontecen en la realidad. El necio no es sabio, el chiflado no es juicioso. La mofa que provoca el necio es graciosa e indulgente; el chiflado se tiene bien ganado el más hiriente flagelo de la sátira y, sin embargo, es el único que ni lo siente. No debemos perder la esperanza de que el necio pueda algún día tornarse prudente, pero el que pretenda hacer juicioso a un chiflado gasta tiempo en balde. La causa es que en el primero impera, a pesar de todo, una inclinación natural y auténtica, sólo que tiene sojuzgada a la razón; mientras que en el segundo quien tiene el mando es un fantoche majadero que trastorna los principios de dicha razón. Dejo a otros decidir si hay motivos para que estemos preocupados por la curiosa predicción de Holberg cuando dice que el cotidiano aumento de chiflados resulta sospechoso y hace temer que se les pueda ocurrir la idea de fundar la quinta monarquía. Ahora bien, aun en el supuesto de que efectivamente lo estuvieran tramando, mejor sería que se lo tomasen con calma, pues podría ocurrir que alguno soplara a otro al oído lo que el famoso bufón de una corte cercana -quien, vestido de payaso, cruzaba a caballo una ciudad polaca-gritó a los estudiantes que le perseguían: «Señores míos, sean aplicados y aprendan algo, que como aumentemos demasiado los de mi gremio no va a haber pan para todos».
Voy a pasar de las lacras de la cabeza que son despreciadas y ridiculizadas a aquellas otras que por lo general se miran con compasión; de las que no perturban la normal convivencia de los ciudadanos a aquellas de las cuales se hace cargo la autoridad y toma respecto a ellas medidas preventivas. Dividiré estas enfermedades en dos tipos: de incapacidad y de trastorno. Las primeras se subsumen bajo la denominación genérica de imbecilidad, las segundas bajo el nombre de perturbación mental. El imbécil adolece de gran falta de memoria, de razón e incluso, por regla general, tiene también afectada la percepción sensorial. Este mal es incurable por muchas razones; pues si ya es difícil superar los brutales desórdenes de un cerebro trastornado, ha de ser prácticamente imposible infundir una nueva vida en sus fenecidos órganos. Las manifestaciones de esta debilidad que impide al desdichado rebasar el estadio de la infancia son de sobra conocidas, de modo que huelga demorarse en ellas por más tiempo.
Las lacras de la cabeza perturbada pueden reducirse a tantos géneros supremos cuantas sean las facultades psíquicas afectadas. Creo poder dividirlas, globalmente, en los tres grupos siguientes: primero, el trastrueque de los conceptos de la experiencia, que es la demencia; en segundo lugar, la perturbación de la facultad de enjuiciar ante todo la experiencia misma, que es el delirio; en tercer lugar, el trastorno de la razón en lo tocante a los juicios más universales, que es la alienación. Todas las restantes manifestaciones de un cerebro enfermo se me antoja que pueden ser consideradas bien como grados diversos de las mencionadas fatalidades, o como desdichada combinación de esos males o, en último término, como un injerto de dichos males en unas pasiones poderosas; y, así, pueden ser subsumidas bajo las clases mencionadas.
Por lo que respecta al primero de esos males, la demencia, voy a aclarar sus manifestaciones del modo que sigue. Incluso en estado de plena salud, el alma de todo hombre se aplica en forjar toda suerte de imágenes de cosas no presentes o, asimismo, en completar las similitudes imperfectas de las representaciones de cosas presentes con rasgos fantásticos que la imaginación creadora añade aquí y allá a la mera sensación. No existen motivos para que creamos que, en estado de vigilia, nuestra mente se rija por leyes distintas a las del sueño; más bien es de suponer que, en el primer caso, lo que ocurre es que las vívidas impresiones sensibles eclipsan, hasta hacerlas irreconocibles, las imágenes de la fantasía, que son más débiles; en el sueño, por el contrario, al tener cerrado el acceso al alma todas las impresiones externas, aquellas imágenes cobran toda su fuerza. Por eso, nada tiene de extraño que, mientras duran los sueños, los tomemos por experiencias auténticas de las cosas reales; y es que como en ese momento resultan ser las representaciones más fuertes, equivalen en ese estado a lo que son durante la vigilia las sensaciones. Supongamos ahora que, por cualquier causa, ciertas quimeras hubieran, por así decir, lesionado algún órgano del cerebro de tal suerte que el efecto experimentado hubiera sido tan hondo y, a la vez, tan certero como sólo puede provocarlo una percepción sensorial; en ese caso, forzosamente, incluso en estado de vigilia y gozando de sana razón, se tomará esa fantasmagoría por una experiencia real. Y sería inútil oponer motivos racionales a una sensación o a una representación de igual intensidad, pues los sentidos producen una convicción acerca de las cosas reales mucho mayor que el razonamiento; jamás nadie que esté bajo el influjo de una quimera tal puede ser inducido mediante sutiles argumentos a poner en duda su hipotética sensación. También nos encontramos con personas que, aunque en otros casos den pruebas de suficiente madurez racional, se obstinan sin embargo en afirmar que han visto extrañas figuras espectrales y rostros grotescos en plena lucidez; incluso pueden ser suficientemente agudos como para relacionar su imaginaria experiencia con sutiles razonamientos de diversa índole. Esta característica, en virtud de la cual, aun sin estar aquejado en grado notable por una enfermedad severa, el perturbado acostumbra a imaginar que, en estado de vigilia, percibe claramente ciertas cosas de cuya presencia no hay ni rastro, se llama demencia. Así, pues, el demente es un soñador despierto. Ahora bien, si las habituales ilusiones de sus sentidos sólo parcialmente son fantasmagorías pero predominan las sensaciones reales, entonces aquel en quien se dé en grado sumo una inclinación a dicho trastorno es un fantaseador. Cuando, nada más despertarnos, nos quedamos indolente y apaciblemente en la cama y nos distraemos dibujando con la imaginación formas humanas de aparente precisión a partir, pongo por caso, de los desordenados pliegues de las cortinas o de las manchas de una pared cercana, entonces se trata de una ilusión que nos entretiene de modo nada desagradable pero que podemos disipar en el momento que deseemos. Como sólo estamos soñando a medias cuando eso ocurre, somos dueños de la quimera. Pero si se produce en mayor grado algo semejante, y la atención propia del estado de vigilia no es capaz de distinguir lo que en esa engañosa ilusión pertenece a la fantasmagoría, este trastorno da pie a la sospecha de que estamos ante un fantaseador. Este tipo de autoengaño en las sensaciones es, por cierto, muy común y, mientras no sea más que de mediana intensidad, se le dispensará de semejante calificativo, si bien dicha debilidad psíquica puede degenerar en auténtica fantasiosidad en el caso de que se cruce con una pasión. Por lo demás, en virtud de una habitual ofuscación, los humanos no ven lo que está ahí, sino lo que su inclinación les quiere hacer ver: el coleccionista de especies naturales ve ciudades en las piedras florentinas, el beato ve en las vetas del mármol la historia de la Pasión, cierta señora ve en la luna, a través de su catalejo, la sombra de dos enamorados y su párroco, en cambio, ve dos torres de una iglesia. El miedo convierte en lanzas y espadas los rayos de la aurora boreal y, al anochecer, hace que un indicador del camino se vuelva espectro gigantesco.
Donde más comúnmente se da la disposición anímica a fantasear es en la hipocondría. Las quimeras que urde esta enfermedad no engañan en realidad a los sentidos externos sino que producen en el hipocondríaco una percepción ilusoria de su propio estado, ya sea corporal o anímico, que en su mayor parte es vana ficción. El hipocondríaco sufre un mal que, sea cual fuere el lugar donde tenga su sede principal, es muy probable que recorra constantemente el tejido nervioso de todas las partes del cuerpo. Sin embargo, extiende preferentemente en torno a la sede del alma un vaho melancólico, de tal modo que el paciente sufre el fantasma de casi todas las enfermedades de las que oye hablar. Por esa razón, su tema preferido de conversación son las propias indisposiciones; le gusta leer libros de medicina, por doquier encuentra sus propios síntomas; pero, en sociedad, probablemente sin que él mismo se dé cuenta, torna su buen humor, y entonces se ríe mucho, come bien y, en general, tiene el aspecto de una persona sana. Por lo que atañe a su fabulación interior, las imágenes son a menudo de tal intensidad y duración que se le hacen agobiantes. Se dan situaciones, como cuando tiene en la cabeza una figura ridícula (aun reconociéndola como producto de su imaginación), que le provoca una risa impertinente en presencia de otros, pero él oculta el motivo; o cuando ideas tenebrosas de diversa índole le impulsan violentamente a realizar alguna maldad que a él mismo le atemoriza, aunque luego nunca llegue a realizarla; en dichas situaciones, su estado presenta muchas similitudes con el de un demente, pero no lo es necesariamente. El mal no tiene raíces profundas y, en la medida en que afecta al psiquismo, por lo general mejora por sí mismo o con alguna medicación. Según los diversos estados anímicos de las personas, una misma representación afecta en muy diferentes grados a la sensibilidad. Por eso se atribuye a alguien una especie de fantasiosidad por el mero hecho de que el grado de intensidad con que le afectan ciertos objetos se considera aberrante comparado con la moderación de una cabeza sana. Por este motivo, el melancólico es un fantaseador en lo tocante a los males de la existencia. El amor posee una cantidad enorme de encantos quiméricos; y el más sutil artificio de los antiguos Estados consistía en hacer de los ciudadanos unos fantaseadores en su percepción del bienestar público. Aquel que, antes que por los principios, se enardece por un sentimiento moral más de lo que pueden imaginarse otros, de sensibilidad aletargada y a menudo innoble, es un fantaseador al modo de ver de éstos. Imaginémonos a Arístides rodeado de usureros, a Epicteto en medio de cortesanos y a Juan Jacobo Rousseau entre los doctores de la Sorbona. Ya me parece oír una algarabía de risotadas sarcásticas y cientos de voces gritar: ¡Menudos fantaseadores! Esta ambigua apariencia de fantasiosidad, presente en sentimientos morales buenos en sí, es el entusiasmo, sin el cual jamás se ha llevado a cabo nada grande en el mundo. Muy otra es la condición del fanático (iluminado, visionario). Este es en realidad un demente que presume de inspiración directa y de gran familiaridad con los poderes celestiales. La naturaleza humana no conoce ilusión más peligrosa. Si el brote es reciente, el iluminado posee talento y el populacho está dispuesto a asimilar en lo más íntimo ese fermento, entonces hasta el Estado puede experimentar sacudidas. La exaltación lleva al iluminado a los mayores extremos: a Mahoma, al trono principesco, y a Juan de Leyde, al patíbulo. En cierta medida, también puedo incluir entre los trastornos de la cabeza la perturbación de la memoria, en tanto que afecta a los conceptos de la experiencia. Y es que esta perturbación confunde al desdichado que la padece con la imagen quimérica de Dios sabe qué situación anterior que, en realidad, jamás se ha dado. El que, a pesar de no confundirse de modo notorio respecto a su situación actual, habla de bienes que pretende haber poseído en el pasado o de un reino que tuvo, es un demente respecto a la memoria. El viejo cascarrabias, que cree firmemente que en su juventud el mundo estaba más en orden y los hombres eran mejores, es un fantaseador en lo tocante a la memoria.
Ahora bien, hasta aquí todavía no está realmente afectada la capacidad de entender en la cabeza trastornada, o al menos no es necesario que lo esté; pues el error sólo se da en los conceptos, mientras que los juicios en sí -en caso de que aceptemos como verdadera la percepción distorsionada-pueden ser totalmente correctos e incluso inusualmente razonables. Por el contrario, una perturbación del entendimiento consiste en que, a partir de experiencias eventualmente correctas, se emiten juicios totalmente erróneos; y el primer grado de esta enfermedad es el delirio, que contraviene las reglas comunes del entendimiento en los juicios más próximos a la experiencia. El que delira ve y se acuerda de los objetos tan correctamente como cualquier persona sana, sólo que, por un insensato desvarío, interpreta habitualmente el comportamiento de las demás personas por referencia a sí mismo y, por ello, cree poder descifrar no sabemos qué sospechosas intenciones que los demás no han abrigado nunca. Si se le hiciese caso, habría que creer que toda la ciudad se ocupa de él. Los vendedores del mercado, que tratan entre sí y que casualmente le miran, es que traman alguna agresión contra él; el vigilante nocturno le llama para tomarle el pelo; en resumidas cuentas, no ve más que una confabulación universal en contra suya. El melancólico, que delira en lo que atañe a sus lúgubres y quejumbrosas conjeturas, es un ser apesadumbrado. Pero también existen toda suerte de delirios divertidos; la propia pasión amorosa se complace o se mortifica con peregrinas interpretaciones similares al delirio. Una persona soberbia, en cierta medida, padece delirio, pues cuando los demás se le quedan mirando con cara burlona, saca la conclusión de que le están admirando.
El segundo grado de trastorno mental respecto a la facultad cognoscitiva superior es, en propiedad, la razón caída en desorden, en tanto que se extravía absurdamente en sutiles juicios imaginarios acerca de conceptos universales y puede denominarse alienación. En el grado máximo de esta perturbación, bullen en el calenturiento cerebro toda suerte de pretendidas intuiciones sutilísimas: se averigua la extensión del mar, se interpretan profecías, o un batiburrillo de desatinos sin pies ni cabeza. Si, además, el desdichado yerra incluso en los juicios de experiencia, recibe entonces el nombre de vesánico. Pero, en cambio, puede darse el caso de que alguien se apoye en muchos juicios de experiencia correctos, aunque su sensibilidad, en virtud de la novedad y multitud de consecuencias que su ingenio le ofrece, esté de tal modo embriagada que ya no preste atención a la corrección de los nexos; esto origina frecuentemente una fulgurante apariencia de vesania, que puede coexistir con un gran genio, y se explica porque la razón es más lenta que el ingenio y no es capaz de acompasarse a su ritmo enfebrecido. El estado de trastorno en el que la cabeza se vuelve indiferente a las sensaciones externas es el desatino; y éste, cuando le domina la cólera, se llama frenesí. La desesperación es el desatino transitorio de alguien que ha perdido las esperanzas. En general, el arrebato tempestuoso de una persona trastornada se llama enloquecimiento furioso. El loco furioso, en la medida que desatina, está enajenado.
El ser humano en estado de naturaleza puede estar expuesto a caer en alguna necedad y, más difícilmente, a padecer alguna chifladura. Sus necesidades le mantienen constantemente cerca de la experiencia y procuran a su sano entendimiento una ocupación tan liviana que apenas si se da cuenta de que necesita del entendimiento para sus actividades. La inercia confiere a sus toscos y vulgares deseos una moderación que deja al poco Juicio que necesita poder suficiente para dominarlos con vistas a su máximo provecho. ¿De dónde habría de sacar la materia para su chifladura si, despreocupado de la opinión de los demás, no puede ser vanidoso ni engreído? Al no tener ni idea del valor de los bienes de que no ha gozado, está protegido contra lo absurdo de la mezquina codicia; y como en su cabeza no tiene cabida un ápice de ingenio, está igualmente al abrigo de toda vesania. Asimismo, es muy raro que puedan producirse trastornos del psiquismo en este estadio de simplicidad. Si el cerebro del hombre sin civilizar hubiera sufrido algún choque, ignoro de dónde podría provenir una fantasmagoría capaz de relegar a segundo plano las sensaciones habituales, que le tienen constantemente ocupado. ¿Qué delirio podría sobrevenirle si nunca tiene motivos para extraviarse con sus juicios en la lejanía? Y, por supuesto, la vesania desborda por completo sus capacidades. Si estuviera enfermo de la cabeza, o bien sería imbécil o estaría enajenado, lo cual tampoco debería ocurrir muy a menudo, ya que estas personas, al gozar de libertad y moverse mucho, son sanas en su mayoría. Es en el estado civil donde realmente se encuentra el fermento de todo este deterioro, pues, aunque no lo cause directamente, sí contribuye a mantenerlo y acrecentarlo. El entendimiento, en la medida en que alcanza a subvenir a las necesidades y a las sencillas satisfacciones de la vida, es un entendimiento sano; pero, en la medida en que se le exige una exuberancia rebuscada, sea en el disfrute o en las ciencias, estamos ante un entendimiento sutil. Según esto, el sano entendimiento de un ciudadano sería ya demasiado sutil para el ser humano en estado natural; y los conceptos que, en ciertos círculos sociales, dan por supuesto un entendimiento sutil, son inadecuados para aquellos que, al menos en sus concepciones, están más cerca de la simplicidad natural, de tal forma que éstos suelen parecer unos chiflados cuando pasan a utilizar dichos conceptos.
En algún lugar de su obra, el Abate Terrasson establece una distinción entre los perturbados mentales: los que concluyen correctamente partiendo de ideas falsas y los que a partir de ideas correctas sacan conclusiones erróneas. Esta división concuerda perfectamente con lo anteriormente expuesto. En los del primer tipo, es decir, los fantasiosos, o dementes, en realidad no está afectado el entendimiento, sino sólo la facultad que suscita en el alma los conceptos de que luego se sirve el Juicio para compararlos. A estos enfermos se les puede muy bien redargüir con argumentos de razón que, aunque no supriman su mal, contribuyen por lo menos a aliviarlo. Por contra, en los del segundo tipo, delirantes y alienados, al estar afectado el entendimiento mismo, el razonar con ellos no sólo carece de sentido (pues no estarían trastornados si pudieran comprender esas razones), sino que es también altamente perjudicial. Y es que así lo único que hacemos es proporcionar nuevos materiales a su perturbada cabeza para seguir urdiendo despropósitos; el contrasentido no se mitiga, sino que se aviva, por lo cual es absolutamente necesario adoptar en el trato con ellos una actitud despegada y benevolente, como si uno no se diera ni cuenta de que algo no funciona en su mente.
He denominado enfermedades de la cabeza a las lacras de la potencia cognoscitiva, de la misma manera que llamamos enfermedad del corazón a la perversión de la voluntad. Asimismo, tan sólo he prestado atención a sus manifestaciones en el psiquismo, no queriendo escudriñar en su raíz, que bien puede estar en el cuerpo y que, más concretamente, puede que tenga su sede central en el aparato digestivo antes que en el cerebro -posibilidad que se apunta en los números 150, 151 Y 152 de la prestigiosa revista semanal de todos conocida con el título de El Médico.  Ni siquiera puedo convencerme a mí mismo en modo alguno de que los trastornos del psiquismo hayan de tener su origen, como generalmente se cree, en la soberbia, en el amor, incluso en la cavilación excesiva o en algún tipo de abuso de las facultades anímicas. Este dictamen, que convierte la desgracia del enfermo en motivo de reproches sarcásticos, es muy cruel y está motivado por un error común en virtud del cual se suelen confundir causa y efecto. Si prestamos aunque sólo sea un poco de atención a los casos, nos percataremos de lo siguiente: primero sufre el cuerpo; al principio, cuando el germen de la enfermedad se está desarrollando de forma latente, lo que se percibe es un trastorno ambiguo que todavía no hace sospechar una perturbación del psiquismo y que se manifiesta en forma de extraños caprichos amorosos, actitud engreída o profundas cavilaciones inútiles. Con el tiempo aflora la enfermedad, dando así pie a atribuir su causa al estado de ánimo inmediatamente anterior. Sin embargo, en vez de afirmar que una persona ha sufrido una perturbación porque era demasiado soberbia, habría que decir más bien que se ha vuelto soberbia porque ya tenía algún grado de perturbación. Estos tristes males, siempre que no sean hereditarios, permiten esperar una feliz curación y, en esta situación, hay que buscar ante todo el auxilio del médico.
Con todo, por deferencia, me gustaría no excluir al filósofo, que podría prescribir la dieta del psiquismo; pero sólo a condición de que por ello, al igual que por la mayor parte de sus restantes ocupaciones, no reclamara ninguna retribución. En reciprocidad, cuando el filósofo acometiera ocasionalmente la magna y siempre infructuosa tarea de curar la chifladura, tampoco debería rehusar el médico acudir en su ayuda. Por ejemplo, si un sabio aquejado de locura furiosa alborotara en demasía, podría sopesar si la ingestión de purgantes en altas dosis tendría un efecto favorable. Si, de acuerdo con las observaciones de Swift, un mal poema no es más que el aseo del cerebro, gracias al cual, para alivio del poeta enfermo, se eliminan gran cantidad de humores nocivos, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo con la lucubración de un escrito deplorable? En este caso, lo procedente sería dar a la naturaleza otra vía de escape, para que el mal quedase eliminado de manera radical y discreta, sin perturbar a los convecinos.

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