El presente
trabajo tiene la intención de ampliar, mediante otra perspectiva teórica, el texto de André Green: “La madre muerta” (1980) que en
opinión del autor es un trabajo fundamental del psicoanálisis
contemporáneo
en general y una reformulación sobre la teoría del duelo en particular. Se parte,
entonces, de la revisión de conceptos fundamentales
de la obra de Christopher Bollas (1987, 1989, 1994, 2000, 2007) y a partir de ahí hacer puentes explicativos del
fenómeno descrito por Green del “complejo de la madre muerta”. El título “¿qué heredó la madre muerta?” tiene dos sentidos: por un lado
el de dar cuenta de la herencia del fenómeno clínico
ahí descrito, es decir, lo que resulta psíquicamente para el sujeto que vive tal
complejo; y por otro el de la herencia teórica
del concepto y su impacto en el psicoanálisis contemporáneo, particularmente en la escuela inglesa
independiente.
Palabras clave:
madre-muerta; duelo blanco; sabido no pensado; objeto y fenómeno
transformacional; talante; objeto conservativo; afección
normótica; ser genuino e idioma humano.
Sabemos a
partir de Freud (1915) que “(…) todo lo
reprimido tiene que permanecer inconsciente, pero (…) lo reprimido no recubre todo
lo inconsciente” (pág. 161), de modo que hay material inconsciente que no es
reprimido y que, no obstante, habita en lo inconsciente y suponemos que tarde o
temprano también aparecerá durante el proceso
analítico. De este modo, en el en el consultorio no sólo se podrán en escena recuerdos, fantasías, sentimientos, dolores y
pensamientos que fueron enterrados por la represión, sino que también se manifestará el inconsciente
no reprimido, nunca representado, pero no por ello no vivido.
Lo no reprimido
remite a lo que no pudo representarse pero que dejó huella en el inconsciente originario, almacenándose, por ejemplo, en forma de
memoria procedimental (Bleichmar,
2001) o en forma de patrones vinculares de
apego (Marrone, 2001). Todo este material no representado estará presente como si
de un “tatuaje psíquico” se tratara y, en mi opinión, abarca lo que Christopher
Bollas[1]
denomina “lo sabido no pensado” (1987) que es una importante fuente de materia prima
inconsciente que influirá en todo sujeto psíquico y a la que se podrá tener acceso
gracias a la regresión en la situación analítica.
Respecto a
la influencia de lo “sabido no pensado”
en la vida psíquica, recuerdo un paciente adulto, quien fue adoptado
por una familia de un nivel socioeconómico mucho mas elevado que el de su
familia original, situación que desconoció hasta ya entrada su vida adulta. Este paciente me relataba que en su adolescencia
temprana, la cual se desarrolló en un entorno lleno de comodidades
y lujos propios del status social en que fue criado, desarrolló cierta fascinación
por involucrarse sentimentalmente con mujeres mayores que él y de un nivel socioeconómico mucho menor, relaciones que
eran emocionalmente muy intensas, angustiosas, ambivalentes y con tintes dependientes
y masoquistas. De este modo, durante mucho tiempo, el paciente sabía que necesitaba
de estas relaciones para su endeble equilibrio
psíquico pero desconocía el porqué. En síntesis,
el tatuaje imborrable del abandono primario (padres originarios) se manifestaba
en el paciente en forma “muda” y le dictaba la necesidad de un patrón vincular que lo acercaba a sus orígenes,
situación que durante mucho tiempo permaneció en el campo de lo experiencial, fuera
de lo representacional, es decir, en el campo de lo “sabido no pensado”.
En palabras
del propio Bollas, lo sabido no pensado es,
entonces, aquello “(…) sabido como
una recurrente experiencia de existir, y no tanto porque se lo haya llevado a una
representación de objeto: un saber más bien existencial por oposición a uno representativo (…) ” (pág.30)
Ahora bien,
hablamos entonces de experiencias muy tempranas que, dada su intensidad y lo endeble
aún del aparato psíquico en ese nivel de desarrollo, se almacenan en formas distintas
a lo representacional. Pensemos ahora en otra posible experiencia; por ejemplo, en una situación en la que “B” y “M” sufren.
La situación
es esta: “B” ha perdido el amor de “M” y, dadas las condiciones psíquicas de “B”, el amor que le ofrecía “M” es tan importante que le daba estructura, lo contenía
y le daba un sentido a su vida. Agreguemos,
por otro lado, que “M” ha retirado su amor
debido a un duelo recién activado, lo que explica su retiro del “mundo objetal”. Siguiendo esta línea, “M” no ha muerto objetivamente, pero sí lo ha hecho desde la subjetividad de “B”.
Pues bien, este es justo el cuadro que André Green propone para entender el “complejo
de la madre muerta” en donde “M” es la madre y “B” es su bebé, y el resultado desde “B” es la “muerte psíquica”
de “M” como consecuencia de un duelo de ésta última que hace que B no ocupe más
el lugar en la mente de M. En palabras del propio Green “La madre muerta
es entonces, contra lo que se podría creer, una madre que sigue viva, pero que,
por así decir, está psíquicamente muerta a los ojos del pequeño hijo a quien ella
cuida.”(pag.209). De esta manera, en lo sucesivo el bebé tendrá que adaptarse
a la nueva circunstancia, que es la de vivir
un maternaje interrumpido, un holding no vivido y, por lo tanto, una existencia
también interrumpida, ya que sabemos desde Winnicott que en este nivel de desarrollo “madre
y bebé” son la misma cosa, quedando ambos con una sensación de vacío, futilidad
y muerte.
El texto de
la madre muerta está dentro de la así denominada
por Green “clínica del vacío”, que remite a la clínica del sujeto que si bien inicialmente acude a análisis
sin una franca “depresión” manifiesta (lo
que Green llama depresión “negra” refiriéndose a la melancolía) tiene una experiencia del self de
“futilidad” , de “vacío mental” y de “inexistencia” (lo que Green llama “depresión
blanca”) que ha permanecido egosintónica a lo largo de su vida. Este “duelo blanco” sólo puede manifestarse en
el vínculo paciente-analista, por lo que resulta para Green “una revelación de la transferencia” (pág.
215), revelación de que algo siempre ha estado allí, algo “sabido pero no pensado”.
El complejo
de madre muerta y su consecuente “duelo blanco” nos pone entonces de lleno en el
territorio de la patología de carencia o déficit que tantos analistas señalan ahora como lo prevaleciente en la clínica
contemporánea. Al respecto, Green menciona
que: “si debiéramos escoger un solo rasgo para señalar la diferencia entre los
análisis contemporáneos y lo que imaginamos pudieron ser en el pasado, probablemente
habría un acuerdo en situarlo en el terreno de los problemas del duelo” (Green,
1989, p. 209).
Así pues,
el texto de la “madre muerta” se anuncia
como una aportación de la escuela francesa contemporánea a la problemática del duelo, problemática que se inicia con Freud en “Duelo y melancolía” (1917) en la que estructuró en forma magistral el primer modelo
psicoanalítico del duelo, bajo el principio de la decatexia libidinal y en donde
aparece la primer definición psicoanalítica del duelo como “(…) la reacción frente
a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, libertad, un ideal,
etc.”. (pág. 241)
No obstante,
en el texto greeniano, la cuestión del duelo y su definición se problematiza, ya
que justamente en el caso del “complejo de madre muerta”, lo que se pierde no
es “una persona amada”, sino “el amor de
la persona”; dicho de otra manera, la persona (“madre física”) sigue allí, pero
no así el amor (“madre psíquica”), ya que los lazos afectivos y libidinales hacia
el bebé, se han retirado y en ese sentido, ella ha muerto para el bebé a pesar de
que la madre sigue allí .
Llegamos aquí
al punto central del trabajo, donde lanzo los siguientes cuestionamientos: ¿Qué
consecuencias tiene ser hijo de una madre en duelo?, ¿quién emerge de este maternaje
interrumpido? y en última instancia ¿qué herencia transmitió la “madre muerta” a su hijo?
Un intento
de respuesta me llevó a revisar la obra de Christopher Bollas -que en palabras del
propio Green- es “un auténtico
pensador independiente que sigue su propio
camino entre las capillas de psicoanálisis contemporáneo, como un peregrino solitario”
(Green, en Bollas, 1987). Fue justamente en este “peregrino solitario” en el que encontré un refugio y
una luz explicativa desde donde comprender el mundo psíquico que comparte la díada mamá-bebé
y desde allí entender lo que puede devenir como consecuencia psíquica de
vivir un “complejo de madre muerta” y así complementar desde Bollas lo que Green postula en su propio trabajo.
El puente
entre los autores viene a partir de mi propia lectura de su obra en la que sostengo que -si bien ambos autores
pueden considerarse como “hijos teóricos” de Winnicott-
Green se centró más en la clínica
de “lo negativo[2]”
es decir, la consecuencia del “no acaecer” psíquico, mientras que Bollas se centró
en lo que “sí acontece” , lo que podría llamarse la clínica de “lo positivo”[3].
Por “positivo”
no quiero decir que Bollas se centra únicamente
en aquello que la madre hace para gratificar
a su bebé (en ese sentido “positivamente”), me refiero más bien al tipo de maternaje que encierra
el concepto winnicottiano de “madre suficientemente buena” que es aquella capaz
de gratificar, pero también de frustrar, capaz de estar y también de separarse y
volver cuando el umbral de la angustia de separación está a punto de ser colmado,
que es justo lo que no pasa con la “madre muerta” greeniana, que no volvió más,
y en ese sentido dejó una huella “negativa” en su infante. Considero, entonces,
que el carácter traumático generado por el
complejo de “madre-muerta” lo es justamente por la interrupción de ambas funciones (gratificación
y frustración de la madre), lo que creará una detención en el incipiente desarrollo del infante; dicho de otro
modo no es lo mismo el no de la frustración que el nunca más de la muerte,
en el sentido que le hemos dado a la “madre muerta” .
Hipotetizo,
entonces, que estudiando algunos conceptos de Christopher Bollas, centrados en lo
que sí se estructura a partir de un buen maternaje, podemos desde allí inferir con más claridad cuáles
son las consecuencias en la subjetividad
de un bebé producto de una “madre-muerta”, a partir de revisar
“lo que no pudo ser”, si se me permite la expresión. Revisaré a continuación algunas de las aportaciones
de Bollas.
1) Lo transformacional
Lo transformacional se refiere a una experiencia subjetiva, de hecho
la primera en el álbum biográfico, y se da gracias a la presencia de un objeto
“ambiente” que brinda una sensación de fusión
estética. Tal objeto será denominado por Bollas como “objeto transformacional” y
lo podemos considerar como el precursor del “objeto transicional” winnicottiano.
La madre es el objeto transformacional por excelencia, ya que sus cuidados modifican
el entorno ambiental del infante. Analizar la función del arrullo, por ejemplo,
es pensar un modo de experiencia transformacional
en donde la madre emite un tono musical con
la finalidad de calmar la angustia de su bebé y en ese sentido cambia, transforma,
el self del bebé.
En palabras
del propio Bollas:
“la madre es experimentada como un proceso de transformación,
y este aspecto de la existencia temprana pervive en ciertas formas de búsqueda de
objeto en la vida adulta en que es requerido por su función de significante de transformación
(…), se trata de una relación de objeto que emerge no del deseo, sino de una identificación
perceptual del objeto con su función: el objeto como transformador ambiento-somático
del sujeto. La memoria de esta temprana relación de objeto se manifiesta en la búsqueda,
por parte de la persona, de un objeto (persona, lugar, suceso, ideología) que traiga
la promesa de transformar el self” (págs. 30-31).
La madre a
este nivel es, pues, una especie de ecosistema,
un hábitat, un continente que recibe, hospeda, contiene y transforma lo proyectado
por su bebé, de una forma estética y armoniosa. Tal vez recordar la idea de “madre-tierra”
de las culturas ancestrales nos da una idea más clara de qué tipo de madre es la
que genera fenómenos transformacionales.
Bollas explica
que estas experiencias serán buscadas, aun en la vida adulta en aquellos sujetos
que la vivieron, ya que remiten a huellas
mnémicas que moran en el inconsciente más originario, el no-representacional, el
sabido no pensado. La búsqueda de estas experiencias se puede rastrear por supuesto
en el arte, la religión o la ciencia, pero también suele estar presente en un área
básica del ser humano, la vida en pareja. En efecto, la pareja “suficientemente”
buena permite a ambos miembros generar experiencias de tipo transformacional, fenómenos
como la intimidad, los códigos de lenguaje o
lo fusional dan cuenta de ello.
No creo que
sea casualidad que sea justamente en esta área (la pareja) donde Green
(1983) encuentra una marca disfuncional
en los pacientes que padecen el “complejo
de madre muerta”. La siguiente cita es muy
esclarecedora:
“…el sujeto (que padece este complejo)
permanece vulnerable en un punto en particular, a saber,
su vida amorosa. En este terreno, la herida despertará un dolor psíquico y se asistirá
una resurrección de la madre muerta” (pag.219).
Podemos inferir,
pues, que la experiencia transformacional quedará bloqueada en estos sujetos, y cualquier intento de tenerla será estropeada
porque su lugar está ocupado por la necrópolis materna. La vida en pareja es, en
este sentido, un síntoma de que lo transformacional se ha detenido.
2. Talante
y objetos conservativos
En el mundo
conceptual de Bollas habita también el “objeto
conservativo” y su acompañante el “talante”. Por talante se refiere al meterse en
un “estado mental especial” sin que esto
implique una pérdida de comunicación con el otro. El talante, es un área legítima
de autovivenciarse, una distancia necesaria
entre el self y el otro pero sin perder el contacto (lo que lo distingue
de una fuga autista). Para Bollas (1989), todo sujeto tiene un “talante” (ponerse
meditabundo por ejemplo) que es el resultado
de un estado de existencia del sí-mismo infantil pero que
fue obstaculizado por el ambiente; es, entonces, otra forma de expresar lo
sabido no pensado. No obstante, para este autor, es importante separar el talante
“generativo” del “maligno”. La diferencia la marcan dos características:
a) el talante
maligno es usado con el fin de de afectar al otro y alterar su estado de ser (identificación
proyectiva); el generativo, en cambio, busca contactar al sí mismo infantil sin
alterar al otro.
b) el talante
generativo tiene capacidad “reversible” es decir, se usa y se regresa al estado
habitual para después ser usada para fines reflexivos, mientras que el maligno genera
un estado confusional ya que no se “regresa” del todo al estado habitual.
Lo que importa
aquí es que el talante es, en última instancia, una forma de recrear experiencias
del self infantil no representadas y en tanto tal se puede entender como un acto
de protesta o conservación, un reclamo que grita “éste también soy yo” . El talante guarda,
por tanto, una memoria no representada como un objeto valioso que Bollas denominará
“objeto conservativo”. Este es un objeto
que se preservó intacto en el mundo interno, congelado, petrificado y sólo escuchable
por el oído analítico.
Green, a lo
largo de su trabajo, habla una y otra vez de metáforas de objetos congelados, lo
que remite no sólo a la imagen de la madre-muerta petrificada, sino –y este es el
aporte desde Bollas- al self infantil potencialmente vivo pero atado; empero es
el núcleo infantil el que también está petrificado, desde ahí hace más sentido la
sentencia que Bollas (2000) enuncia en uno
de sus trabajos más recientes: “madre muerta,
hijo muerto”.
Siguiendo
esta línea revisemos la siguiente cita en el propio Green, en donde habla sobre
el sujeto doliente: “(…) su amor (el del sujeto doliente) sigue hipotecado para la madre muerta.El sujeto
es rico, pero no puedo dar nada a pesar de su generosidad porque no dispone de su
riqueza.” (Pág. 222, el subrayado es mío).
Esta potencialidad detenida, esta
riqueza no utilizable, es a mi entender una muestra clara de que el complejo de
madre-muerta puede devenir en un objeto conservativo que en otro tiempo tal vez
pueda ser utilizable, quizá en el tiempo del análisis.
3. Lo normótico
Lo normótico
es para Bollas (1987), una afección que consiste en ser “anormalmente normal” y
con ello quiere designar a cierto tipo de sujetos que, si bien pueden ser perfectamente
eficaces y excelentemente operativos, su mundo subjetivo es prácticamente ausente.
Esto recuerda a los “antianalizandos” descritos por McDougall (1993), esos pacientes
robotizados en donde todo marcha bien, exceptuando claro está que no se sienten
vivos. La afección “normótica” es, para Bollas, la enfermedad de la no-existencia,
de la parálisis del “self”, de la eliminación de la actividad subjetiva. “Si
la afección psicótica se caracteriza por una quiebra en la orientación hacia la
realidad (…) la afección normótica se singulariza por una ruptura radical con la
subjetividad” (pag.179).
De hecho, el mismo Bollas en este texto ubica la afección normótica dentro de la “serie blanca” greeniana, donde está el “duelo blanco” y el “bebé” producto
de la madre muerta. Este bebé es el futuro paciente “normótico” que llegará al análisis
para que le devuelvan su “anormalidad”.
4. Idioma
humano y propio ser genuino
En su segundo
libro (Fuerzas del destino, 1989)
Bollas postula que existe un instinto
de destino, que expresa la búsqueda de cada persona para entrar en su propio
ser genuino, es decir para buscar su self
verdadero en el sentido winnicottiano. Este instinto de destino es una forma de pulsión de vida cuyo
camino dependerá de la capacidad del entorno para facilitar o no su potencial.
Siguiendo
esta línea, este autor habla de un propio idioma humano, que no es otra cosa que
la configuración de existir de cada sujeto, lo que define su esencia y lo que lo hace “ser un personaje” distinto
y único en su entorno. Siguiendo claramente a Winnicott, Bollas describe que es
la madre la que con sus gestos espontáneos construirá junto con el infante este
idioma humano que lo acompañará toda su vida. En el pensamiento de Bollas, el sujeto
adulto buscará a lo largo de su vida objetos que se permitan ser “usados” para la
expresión subjetiva de su mismidad. Este autor entiende el mundo objetal como un
mundo potencialmente transformacionalizante, en el sentido de que los objetos están
allí para poder ser vehículos de expresión de nuestro idioma humano.
En una obra
más reciente (The freudian moment,
2007) Bollas centra su atención en el planteamiento freudiano de la teoría de los
sueños y sugiere que la concepción freudiana de la “formación del sueño” puede aplicarse
muy bien a su forma de entender la vida diurna y en general a toda la vida psíquica.
Así, por ejemplo, sabemos desde Freud (1900) que un sueño se construye en parte a través del uso
de algunos objetos diurnos que en la noche serán utilizables para formar un sueño,
esto contiene la idea de resto diurno y figurabilidad psíquica que, junto con los
principios de condensación y desplazamiento, son los pilares fundamentales de la
teoría del sueño y de la formación del síntoma. Desde la óptica de Bollas, siguiendo
en esto a Meltzer (1987) y a Ogden (2005) , la vida diurna también es una continua
elección de objetos a “utilizar” para ir configurando un “sueño diurno” que no es
otro que la experiencia de ser genuino en todo ser humano.
Bollas describe
un mundo objetal “evocador” que puede potencializar fenómenos transformacionales, en aquellas personas que se permiten ser más “lúdicas”
y “libres”, lo que sería lo contrario del sujeto normótico. Pensando desde la lógica
del heredero de la madre muerta, la capacidad de usar dichos objetos está detenida,
paralizada, por lo que la “elección de objetos” está destinada más a fines “objetivos”
que a fines “subjetivos”; dicho de otra manera e insistiendo en lo que se ha dicho,
el doliente de la madre-muerta no ha podido aprender su idioma humano; es, digamos, un analfabeto de su propio ser, la letra muerta se ha impuesto en él y su análisis
será una verdadera campaña de alfabetización, un curso para aprender a leerse y
a escribirse.
5. Conclusión
Decía a modo
de introducción que el encuentro analítico permite, por sus características, evocar
experiencias de otros tiempos y, aún más, experiencias que no pudieron ser. Pienso
que en el caso del paciente que padece del complejo de madre-muerta, el encuentro
analítico buscará descongelar dos experiencias. El lograr tales experiencias determinará,
a mi entender, el cambio psíquico buscado, para esto he utilizado dos metáforas
a las que me referiré a continuación.
Primero: “Matar
a la madre muerta”. A propósito de esto, Green menciona que el analista debe
empeñarse en darle a la madre muerta su “segunda muerte” pero que ésta
se defiende como “la hidra” que, una vez cortada su cabeza, aparecerán miles más.
Esta alegoría da cuenta de lo difícil de la elaboración del duelo blanco, y de la
tremenda resistencia a la que el analista se enfrentará. La clave para Green y para
Bollas está en el enfrentamiento de la bestia ni más ni menos que en el escenario transferencial. De este modo, por más
absurdo que parezca, el paciente va a hacer todo lo posible para que el analista
repita la historia de abandonarlo por otro objeto libidinalmente más atractivo y
así repetir el trauma ahora con un “analista
muerto”. Green describe que en transferencia
son pacientes que generan un clima literalmente “frío”, distante, casi sepulcral,
clima invernal que está kilómetros de distancia
del cálido ambiente histérico, por lo que el analista estará combatiendo continuamente
su contratransferencia aletargada y sus ganas
–conscientes o no- de desligarse de su paciente. Creo que el término de contratransferencia
“mortífera” de Ogden (2000) es muy oportuno para estos pacientes. Si, a pesar de todo, el analista se mantiene en
seguir vivo, la batalla se habrá ganado.
Segundo: “Revivir
al hijo muerto”. Esta idea remite mas al trabajo de Bollas, que busca ante todo
la apertura de lo sabido no pensado y en
esa línea gestar funciones no conocidas hasta entonces por el sujeto, pero que estaban
“conservadas” en busca de un estímulo ambiental “suficientemente bueno” para desarrollarlas.
El renacimiento del hijo muerto implica el resurgimiento de su idioma humano y su ser
genuino; éste será el premio de la elaboración del duelo congelado y la reactivación
del interés por el mundo objetal. Un duelo
elaborado es, ante todo, la reactivación de la economía libidinal, tal como Freud
(1917) lo marcó cuando mencionó que la elaboración del duelo implica la liberación de la esclavitud al objeto
perdido y la búsqueda de nuevos objetos.
Para el sujeto
sufriente del complejo de madre muerta, esta búsqueda nueva implica en primer término
una reestructuración de la propia parte muerta y, secundariamente, la búsqueda externa de objetos, al fin más vitales
que mortuorios, mas lúdicos que rígidos, es decir, más susceptibles de evocar fenómenos
transformacionales.
Notas:
Esta fuera del alcance de este trabajo, profundizar en lo referente a la influencia
de Winnicott en Green, y sobre su conceptualización sobre “lo negativo”.
Remito al lector a dos trabajos fundamentales
de André Green como son “El trabajo de
lo negativo” (1995) y “La intuición de lo negativo en Realidad y Juego”
en Jugar con Winnicott (2005) [2]
Ver por ejemplo su trabajo sobre “Los géneros psíquicos” (1994), donde postula
la existencia de “géneros” como “factores
incipientes específicos del idioma personal del bebé, que patrocinan las primeras
cohesiones estéticas del mundo de los objetos” y que es lo opuesto a los traumas psiquicos. [3]