domingo, 27 de mayo de 2012

Ensayo sobre las Enfermedades de la Cabeza [Immanuel Kant]


La simplicidad y austeridad de la naturaleza sólo exigen del hombre y producen en él conceptos comunes y una honradez vulgar; la coacción artificial y la exuberancia del estado civil son criadero de guasones y embaucadores, pero también, ocasionalmente, de chiflados y estafadores, y originan una apariencia de sabiduría o de honestidad que puede prescindir tanto del entendimiento como de la integridad, con tal que sea suficientemente tupido el velo que los buenos modales extiendan sobre las lacras secretas del corazón o de la cabeza. A medida que aumenta el artificio, la razón y la virtud se convierten en consigna general, de tal modo, sin embargo, que el ardor en hablar de ellas puede quizá dispensar a las personas instruidas y bien educadas de la carga de poseerlas. La general estimación de que gozan esas dos ensalzadas cualidades presenta, no obstante, una diferencia notable: todo el mundo manifiesta tener mucho más celo por las ventajas del entendimiento que por las buenas disposiciones de la voluntad y, puestos a elegir entre ser un tonto o un bellaco, nadie duda un momento en inclinarse por las ventajas de lo segundo; lo cual es, ciertamente, muy comprensible, pues si todo depende de la habilidad, será imprescindible la astucia sutil, mientras que la honradez, en esas condiciones, no será más que un obstáculo.
Vivo rodeado de ciudadanos doctos y decorosos, es decir, de gentes expertas en parecerlo; y me halaga que sean tan razonables como para suponer que estoy lo bastante dotado de esas prendas para guardarme muy mucho de perturbar la actividad pública con chismes ancestrales en caso de que tuviera en mi poder los más eficaces fármacos para suprimir de raíz las enfermedades de la cabeza y del corazón. Máxime, siendo consciente de que la cura del entendimiento y del corazón que la moda prefiere está progresando en la forma deseada y que, especialmente, los médicos del primero, llamados lógicos, están dando cumplida satisfacción a las demandas generales desde el momento en que hicieron este importante descubrimiento: que la cabeza humana en realidad es un tambor que sólo suena porque está vacío.
Por consiguiente, nada me parece mejor que imitar el método de los médicos, los cuales creen haber hecho un gran servicio al paciente dando un nombre a su enfermedad; así que voy a esbozar un breve catálogo de las lacras de la cabeza, desde su parálisis en la imbecilidad hasta su arrebatamiento en el frenesí. Mas, para llegar a conocer la manifestación gradual de estas repulsivas enfermedades, creo necesario explicar antes sus grados más benignos, desde la estupidez hasta la chifladura, pues estas particularidades son mejor aceptadas en las relaciones sociales y, sin embargo, conducen a las otras. El torpe carece de ingenio, el estúpido carece de entendimiento. La rapidez para entender algo y recordarlo, al igual que la facilidad para expresarlo adecuadamente, dependen en gran medida del ingenio; por eso, alguien puede no ser estúpido y, al mismo tiempo, ser muy torpe, en la medida en que le cuesta que algo le entre en la cabeza, aunque luego pueda hacerse cargo de ello con gran madurez de juicio. La dificultad de expresión nada demuestra menos que incapacidad intelectual, sino sólo que el ingenio no presta la ayuda necesaria para, entre una variedad de signos, vestir el pensamiento precisamente con aquellos que mejor le cuadran. El famoso jesuita Clavius fue expulsado de las Escuelas por ineptitud (pues, según la prueba de inteligencia de Orbilio, para nada sirve un muchacho que no sepa hacer versos ni ripios); más tarde, se encontró por casualidad con las matemáticas y entonces cambiaron las tornas, resultando ser sus antiguos maestros los torpes. El juicio práctico acerca de las cosas, como es el que necesitan los campesinos, los artistas o los marineros, difiere mucho del que emitimos en lo tocante a las relaciones humanas. Este último no consiste tanto en entendimiento cuanto en astucia, y la agradable carencia de esta aptitud tan ensalzada se llama simpleza. Si la causa de ésta radica sólo en la debilidad de Juicio, diremos que tal persona es un alma cándida, un pánfilo, etc. Como, en la sociedad civil, las intrigas y malas artes se convierten poco a poco en normas usuales, que enmarañan enormemente el juego de las acciones humanas, nada tiene de extraño que un hombre sensato y cabal, ya sea porque desprecie demasiado todas esas artimañas para enredarse en ellas o porque su corazón sincero y bondadoso no pueda plegarse a aceptar un concepto tan odioso de la naturaleza humana, esté condenado a caer siempre en las trampas de los embaucadores y a darles abundantes motivos de risa. Así es como la expresión 'un buen hombre' termina significando, no ya en sentido metafórico sino recto, 'pánfilo' o, llegado el caso, incluso gili...; y es que en el lenguaje de los bellacos sólo es sensato el que piensa que los demás en nada son mejores que él, es decir, que son unos embaucadores.
Los impulsos de la naturaleza humana que, cuando son muy intensos, se denominan pasiones, son las fuerzas motrices de la voluntad; el entendimiento sólo alcanza a estimar, a partir de las finalidades propuestas, la suma total de la satisfacción de todas las inclinaciones, así como a averiguar los medios para alcanzarlas. Pero cuando una pasión es particularmente fuerte, poca ayuda puede prestar frente a ella la capacidad intelectual, pues una persona hechizada puede ver con toda claridad las razones en contra de su dilecta inclinación, pero se siente incapaz de activarlas eficazmente. Cuando dicha inclinación es en sí buena y esa persona es en general razonable, sólo que la preponderancia de esa propensión le impide ver las malas consecuencias, este estado de la razón encadenada es la necedad. El necio puede tener mucho entendimiento, incluso al enjuiciar las acciones en las que se comporta neciamente; es más, ha de tener incluso un entendimiento notable, y un buen corazón, para merecer que a sus desórdenes se les aplique esa denominación atenuada. El necio puede dar, llegado el caso, excelentes consejos a los demás, aunque sus consejos sean ineficaces en lo que a él le afecta. Sólo la desgracia y la edad le hacen prudente, pero a menudo éstas sólo hacen que una insensatez pase a segundo plano para dejar sitio a otra. Desde siempre, la pasión enamorada o la ambición desmedida han tornado necia a mucha gente razonable. Por una muchacha, el terrible Alcides se ve obligado a tirar del hilo de la rueca; y los ociosos ciudadanos atenienses, con sus ridículas lisonjas, hacen que Alejandro vaya hasta el fin del mundo. Hay otras inclinaciones, no tan intensas ni tan universales, pero que también originan la correspondiente insensatez: la fiebre de edificar, el ansia por los cuadros, la bibliomanía. La persona degenerada se ha apartado de su lugar natural; todo la atrae y todo la retiene. Al necio se opone el hombre prudente; pero el que está exento de necedad es un sabio. Y a ese sabio podemos buscarlo, pongo por caso, en la luna; tal vez allí se está libre de pasiones y se es infinitamente racional. Al apático le preserva de la necedad su propia torpeza; mas, a los ojos del vulgo, ofrece la apariencia de sabio. Pirrón, navegando en medio de una tempestad, mientras todos se afanaban angustiados, vio cómo un cerdo seguía comiendo tranquilamente en el pesebre y, señalándolo, dijo: «tal ha de ser la serenidad del sabio». El apático es el sabio según Pirrón.
Cuando la pasión dominante es en sí execrable y, a la vez, tan absurda que busca satisfacción precisamente en la antítesis de su finalidad natural, ese estado de la razón trastornada es la chifladura. El insensato conoce muy bien el verdadero objetivo de su pasión, aunque concede a ésta una fuerza capaz de esclavizar la razón. Al chiflado, sin embargo, la pasión le vuelve tan estúpido que sólo cree poseer lo que desea cuando en realidad se está privando de ello. Pirro sabía muy bien que la valentía y el poder se granjean universal admiración; se dejó arrastrar por el impulso de la ambición, pero no fue más que lo que Cineas opinaba de él: un insensato. En cambio, cuando Nerón se expone a la burla pública leyendo en un escenario versos infames para obtener un galardón poético; es más, cuando al final de su vida dice: quantus artifex moriorfl, no veo en este temido y ridículo señor de Roma nada más que un chiflado. Tengo para mí que toda chifladura es un injerto de dos pasiones: la soberbia y la avaricia. Estas dos inclinaciones son injustas y por ello son aborrecibles; ambas son absurdas por su propia naturaleza y su objetivo se autodestruye. El soberbio muestra a las claras sus pretensiones de superioridad sobre los demás menospreciándolos ostensiblemente; cree ser venerado cuando se le abuchea, pues nada hay tan claro como que el desprecio a los demás solivianta el amor propio de éstos contra el presuntuoso. El avaricioso, desde su punto de vista, tiene necesidad de muchas cosas y en modo alguno puede prescindir del menor de sus bienes; sin embargo, en realidad está prescindiendo de todos ellos, pues los tiene confiscados por su propia mezquindad. La obcecación de la soberbia produce dos tipos de chiflados, los estultos y los engreídos, según se haya posesionado de su vacía cabeza el atolondramiento grotesco o la estupidez cerril. Desde siempre la mezquina avaricia ha dado pie a historias tan ridículas que difícilmente podrían inventarse otras más peregrinas que las que acontecen en la realidad. El necio no es sabio, el chiflado no es juicioso. La mofa que provoca el necio es graciosa e indulgente; el chiflado se tiene bien ganado el más hiriente flagelo de la sátira y, sin embargo, es el único que ni lo siente. No debemos perder la esperanza de que el necio pueda algún día tornarse prudente, pero el que pretenda hacer juicioso a un chiflado gasta tiempo en balde. La causa es que en el primero impera, a pesar de todo, una inclinación natural y auténtica, sólo que tiene sojuzgada a la razón; mientras que en el segundo quien tiene el mando es un fantoche majadero que trastorna los principios de dicha razón. Dejo a otros decidir si hay motivos para que estemos preocupados por la curiosa predicción de Holberg cuando dice que el cotidiano aumento de chiflados resulta sospechoso y hace temer que se les pueda ocurrir la idea de fundar la quinta monarquía. Ahora bien, aun en el supuesto de que efectivamente lo estuvieran tramando, mejor sería que se lo tomasen con calma, pues podría ocurrir que alguno soplara a otro al oído lo que el famoso bufón de una corte cercana -quien, vestido de payaso, cruzaba a caballo una ciudad polaca-gritó a los estudiantes que le perseguían: «Señores míos, sean aplicados y aprendan algo, que como aumentemos demasiado los de mi gremio no va a haber pan para todos».
Voy a pasar de las lacras de la cabeza que son despreciadas y ridiculizadas a aquellas otras que por lo general se miran con compasión; de las que no perturban la normal convivencia de los ciudadanos a aquellas de las cuales se hace cargo la autoridad y toma respecto a ellas medidas preventivas. Dividiré estas enfermedades en dos tipos: de incapacidad y de trastorno. Las primeras se subsumen bajo la denominación genérica de imbecilidad, las segundas bajo el nombre de perturbación mental. El imbécil adolece de gran falta de memoria, de razón e incluso, por regla general, tiene también afectada la percepción sensorial. Este mal es incurable por muchas razones; pues si ya es difícil superar los brutales desórdenes de un cerebro trastornado, ha de ser prácticamente imposible infundir una nueva vida en sus fenecidos órganos. Las manifestaciones de esta debilidad que impide al desdichado rebasar el estadio de la infancia son de sobra conocidas, de modo que huelga demorarse en ellas por más tiempo.
Las lacras de la cabeza perturbada pueden reducirse a tantos géneros supremos cuantas sean las facultades psíquicas afectadas. Creo poder dividirlas, globalmente, en los tres grupos siguientes: primero, el trastrueque de los conceptos de la experiencia, que es la demencia; en segundo lugar, la perturbación de la facultad de enjuiciar ante todo la experiencia misma, que es el delirio; en tercer lugar, el trastorno de la razón en lo tocante a los juicios más universales, que es la alienación. Todas las restantes manifestaciones de un cerebro enfermo se me antoja que pueden ser consideradas bien como grados diversos de las mencionadas fatalidades, o como desdichada combinación de esos males o, en último término, como un injerto de dichos males en unas pasiones poderosas; y, así, pueden ser subsumidas bajo las clases mencionadas.
Por lo que respecta al primero de esos males, la demencia, voy a aclarar sus manifestaciones del modo que sigue. Incluso en estado de plena salud, el alma de todo hombre se aplica en forjar toda suerte de imágenes de cosas no presentes o, asimismo, en completar las similitudes imperfectas de las representaciones de cosas presentes con rasgos fantásticos que la imaginación creadora añade aquí y allá a la mera sensación. No existen motivos para que creamos que, en estado de vigilia, nuestra mente se rija por leyes distintas a las del sueño; más bien es de suponer que, en el primer caso, lo que ocurre es que las vívidas impresiones sensibles eclipsan, hasta hacerlas irreconocibles, las imágenes de la fantasía, que son más débiles; en el sueño, por el contrario, al tener cerrado el acceso al alma todas las impresiones externas, aquellas imágenes cobran toda su fuerza. Por eso, nada tiene de extraño que, mientras duran los sueños, los tomemos por experiencias auténticas de las cosas reales; y es que como en ese momento resultan ser las representaciones más fuertes, equivalen en ese estado a lo que son durante la vigilia las sensaciones. Supongamos ahora que, por cualquier causa, ciertas quimeras hubieran, por así decir, lesionado algún órgano del cerebro de tal suerte que el efecto experimentado hubiera sido tan hondo y, a la vez, tan certero como sólo puede provocarlo una percepción sensorial; en ese caso, forzosamente, incluso en estado de vigilia y gozando de sana razón, se tomará esa fantasmagoría por una experiencia real. Y sería inútil oponer motivos racionales a una sensación o a una representación de igual intensidad, pues los sentidos producen una convicción acerca de las cosas reales mucho mayor que el razonamiento; jamás nadie que esté bajo el influjo de una quimera tal puede ser inducido mediante sutiles argumentos a poner en duda su hipotética sensación. También nos encontramos con personas que, aunque en otros casos den pruebas de suficiente madurez racional, se obstinan sin embargo en afirmar que han visto extrañas figuras espectrales y rostros grotescos en plena lucidez; incluso pueden ser suficientemente agudos como para relacionar su imaginaria experiencia con sutiles razonamientos de diversa índole. Esta característica, en virtud de la cual, aun sin estar aquejado en grado notable por una enfermedad severa, el perturbado acostumbra a imaginar que, en estado de vigilia, percibe claramente ciertas cosas de cuya presencia no hay ni rastro, se llama demencia. Así, pues, el demente es un soñador despierto. Ahora bien, si las habituales ilusiones de sus sentidos sólo parcialmente son fantasmagorías pero predominan las sensaciones reales, entonces aquel en quien se dé en grado sumo una inclinación a dicho trastorno es un fantaseador. Cuando, nada más despertarnos, nos quedamos indolente y apaciblemente en la cama y nos distraemos dibujando con la imaginación formas humanas de aparente precisión a partir, pongo por caso, de los desordenados pliegues de las cortinas o de las manchas de una pared cercana, entonces se trata de una ilusión que nos entretiene de modo nada desagradable pero que podemos disipar en el momento que deseemos. Como sólo estamos soñando a medias cuando eso ocurre, somos dueños de la quimera. Pero si se produce en mayor grado algo semejante, y la atención propia del estado de vigilia no es capaz de distinguir lo que en esa engañosa ilusión pertenece a la fantasmagoría, este trastorno da pie a la sospecha de que estamos ante un fantaseador. Este tipo de autoengaño en las sensaciones es, por cierto, muy común y, mientras no sea más que de mediana intensidad, se le dispensará de semejante calificativo, si bien dicha debilidad psíquica puede degenerar en auténtica fantasiosidad en el caso de que se cruce con una pasión. Por lo demás, en virtud de una habitual ofuscación, los humanos no ven lo que está ahí, sino lo que su inclinación les quiere hacer ver: el coleccionista de especies naturales ve ciudades en las piedras florentinas, el beato ve en las vetas del mármol la historia de la Pasión, cierta señora ve en la luna, a través de su catalejo, la sombra de dos enamorados y su párroco, en cambio, ve dos torres de una iglesia. El miedo convierte en lanzas y espadas los rayos de la aurora boreal y, al anochecer, hace que un indicador del camino se vuelva espectro gigantesco.
Donde más comúnmente se da la disposición anímica a fantasear es en la hipocondría. Las quimeras que urde esta enfermedad no engañan en realidad a los sentidos externos sino que producen en el hipocondríaco una percepción ilusoria de su propio estado, ya sea corporal o anímico, que en su mayor parte es vana ficción. El hipocondríaco sufre un mal que, sea cual fuere el lugar donde tenga su sede principal, es muy probable que recorra constantemente el tejido nervioso de todas las partes del cuerpo. Sin embargo, extiende preferentemente en torno a la sede del alma un vaho melancólico, de tal modo que el paciente sufre el fantasma de casi todas las enfermedades de las que oye hablar. Por esa razón, su tema preferido de conversación son las propias indisposiciones; le gusta leer libros de medicina, por doquier encuentra sus propios síntomas; pero, en sociedad, probablemente sin que él mismo se dé cuenta, torna su buen humor, y entonces se ríe mucho, come bien y, en general, tiene el aspecto de una persona sana. Por lo que atañe a su fabulación interior, las imágenes son a menudo de tal intensidad y duración que se le hacen agobiantes. Se dan situaciones, como cuando tiene en la cabeza una figura ridícula (aun reconociéndola como producto de su imaginación), que le provoca una risa impertinente en presencia de otros, pero él oculta el motivo; o cuando ideas tenebrosas de diversa índole le impulsan violentamente a realizar alguna maldad que a él mismo le atemoriza, aunque luego nunca llegue a realizarla; en dichas situaciones, su estado presenta muchas similitudes con el de un demente, pero no lo es necesariamente. El mal no tiene raíces profundas y, en la medida en que afecta al psiquismo, por lo general mejora por sí mismo o con alguna medicación. Según los diversos estados anímicos de las personas, una misma representación afecta en muy diferentes grados a la sensibilidad. Por eso se atribuye a alguien una especie de fantasiosidad por el mero hecho de que el grado de intensidad con que le afectan ciertos objetos se considera aberrante comparado con la moderación de una cabeza sana. Por este motivo, el melancólico es un fantaseador en lo tocante a los males de la existencia. El amor posee una cantidad enorme de encantos quiméricos; y el más sutil artificio de los antiguos Estados consistía en hacer de los ciudadanos unos fantaseadores en su percepción del bienestar público. Aquel que, antes que por los principios, se enardece por un sentimiento moral más de lo que pueden imaginarse otros, de sensibilidad aletargada y a menudo innoble, es un fantaseador al modo de ver de éstos. Imaginémonos a Arístides rodeado de usureros, a Epicteto en medio de cortesanos y a Juan Jacobo Rousseau entre los doctores de la Sorbona. Ya me parece oír una algarabía de risotadas sarcásticas y cientos de voces gritar: ¡Menudos fantaseadores! Esta ambigua apariencia de fantasiosidad, presente en sentimientos morales buenos en sí, es el entusiasmo, sin el cual jamás se ha llevado a cabo nada grande en el mundo. Muy otra es la condición del fanático (iluminado, visionario). Este es en realidad un demente que presume de inspiración directa y de gran familiaridad con los poderes celestiales. La naturaleza humana no conoce ilusión más peligrosa. Si el brote es reciente, el iluminado posee talento y el populacho está dispuesto a asimilar en lo más íntimo ese fermento, entonces hasta el Estado puede experimentar sacudidas. La exaltación lleva al iluminado a los mayores extremos: a Mahoma, al trono principesco, y a Juan de Leyde, al patíbulo. En cierta medida, también puedo incluir entre los trastornos de la cabeza la perturbación de la memoria, en tanto que afecta a los conceptos de la experiencia. Y es que esta perturbación confunde al desdichado que la padece con la imagen quimérica de Dios sabe qué situación anterior que, en realidad, jamás se ha dado. El que, a pesar de no confundirse de modo notorio respecto a su situación actual, habla de bienes que pretende haber poseído en el pasado o de un reino que tuvo, es un demente respecto a la memoria. El viejo cascarrabias, que cree firmemente que en su juventud el mundo estaba más en orden y los hombres eran mejores, es un fantaseador en lo tocante a la memoria.
Ahora bien, hasta aquí todavía no está realmente afectada la capacidad de entender en la cabeza trastornada, o al menos no es necesario que lo esté; pues el error sólo se da en los conceptos, mientras que los juicios en sí -en caso de que aceptemos como verdadera la percepción distorsionada-pueden ser totalmente correctos e incluso inusualmente razonables. Por el contrario, una perturbación del entendimiento consiste en que, a partir de experiencias eventualmente correctas, se emiten juicios totalmente erróneos; y el primer grado de esta enfermedad es el delirio, que contraviene las reglas comunes del entendimiento en los juicios más próximos a la experiencia. El que delira ve y se acuerda de los objetos tan correctamente como cualquier persona sana, sólo que, por un insensato desvarío, interpreta habitualmente el comportamiento de las demás personas por referencia a sí mismo y, por ello, cree poder descifrar no sabemos qué sospechosas intenciones que los demás no han abrigado nunca. Si se le hiciese caso, habría que creer que toda la ciudad se ocupa de él. Los vendedores del mercado, que tratan entre sí y que casualmente le miran, es que traman alguna agresión contra él; el vigilante nocturno le llama para tomarle el pelo; en resumidas cuentas, no ve más que una confabulación universal en contra suya. El melancólico, que delira en lo que atañe a sus lúgubres y quejumbrosas conjeturas, es un ser apesadumbrado. Pero también existen toda suerte de delirios divertidos; la propia pasión amorosa se complace o se mortifica con peregrinas interpretaciones similares al delirio. Una persona soberbia, en cierta medida, padece delirio, pues cuando los demás se le quedan mirando con cara burlona, saca la conclusión de que le están admirando.
El segundo grado de trastorno mental respecto a la facultad cognoscitiva superior es, en propiedad, la razón caída en desorden, en tanto que se extravía absurdamente en sutiles juicios imaginarios acerca de conceptos universales y puede denominarse alienación. En el grado máximo de esta perturbación, bullen en el calenturiento cerebro toda suerte de pretendidas intuiciones sutilísimas: se averigua la extensión del mar, se interpretan profecías, o un batiburrillo de desatinos sin pies ni cabeza. Si, además, el desdichado yerra incluso en los juicios de experiencia, recibe entonces el nombre de vesánico. Pero, en cambio, puede darse el caso de que alguien se apoye en muchos juicios de experiencia correctos, aunque su sensibilidad, en virtud de la novedad y multitud de consecuencias que su ingenio le ofrece, esté de tal modo embriagada que ya no preste atención a la corrección de los nexos; esto origina frecuentemente una fulgurante apariencia de vesania, que puede coexistir con un gran genio, y se explica porque la razón es más lenta que el ingenio y no es capaz de acompasarse a su ritmo enfebrecido. El estado de trastorno en el que la cabeza se vuelve indiferente a las sensaciones externas es el desatino; y éste, cuando le domina la cólera, se llama frenesí. La desesperación es el desatino transitorio de alguien que ha perdido las esperanzas. En general, el arrebato tempestuoso de una persona trastornada se llama enloquecimiento furioso. El loco furioso, en la medida que desatina, está enajenado.
El ser humano en estado de naturaleza puede estar expuesto a caer en alguna necedad y, más difícilmente, a padecer alguna chifladura. Sus necesidades le mantienen constantemente cerca de la experiencia y procuran a su sano entendimiento una ocupación tan liviana que apenas si se da cuenta de que necesita del entendimiento para sus actividades. La inercia confiere a sus toscos y vulgares deseos una moderación que deja al poco Juicio que necesita poder suficiente para dominarlos con vistas a su máximo provecho. ¿De dónde habría de sacar la materia para su chifladura si, despreocupado de la opinión de los demás, no puede ser vanidoso ni engreído? Al no tener ni idea del valor de los bienes de que no ha gozado, está protegido contra lo absurdo de la mezquina codicia; y como en su cabeza no tiene cabida un ápice de ingenio, está igualmente al abrigo de toda vesania. Asimismo, es muy raro que puedan producirse trastornos del psiquismo en este estadio de simplicidad. Si el cerebro del hombre sin civilizar hubiera sufrido algún choque, ignoro de dónde podría provenir una fantasmagoría capaz de relegar a segundo plano las sensaciones habituales, que le tienen constantemente ocupado. ¿Qué delirio podría sobrevenirle si nunca tiene motivos para extraviarse con sus juicios en la lejanía? Y, por supuesto, la vesania desborda por completo sus capacidades. Si estuviera enfermo de la cabeza, o bien sería imbécil o estaría enajenado, lo cual tampoco debería ocurrir muy a menudo, ya que estas personas, al gozar de libertad y moverse mucho, son sanas en su mayoría. Es en el estado civil donde realmente se encuentra el fermento de todo este deterioro, pues, aunque no lo cause directamente, sí contribuye a mantenerlo y acrecentarlo. El entendimiento, en la medida en que alcanza a subvenir a las necesidades y a las sencillas satisfacciones de la vida, es un entendimiento sano; pero, en la medida en que se le exige una exuberancia rebuscada, sea en el disfrute o en las ciencias, estamos ante un entendimiento sutil. Según esto, el sano entendimiento de un ciudadano sería ya demasiado sutil para el ser humano en estado natural; y los conceptos que, en ciertos círculos sociales, dan por supuesto un entendimiento sutil, son inadecuados para aquellos que, al menos en sus concepciones, están más cerca de la simplicidad natural, de tal forma que éstos suelen parecer unos chiflados cuando pasan a utilizar dichos conceptos.
En algún lugar de su obra, el Abate Terrasson establece una distinción entre los perturbados mentales: los que concluyen correctamente partiendo de ideas falsas y los que a partir de ideas correctas sacan conclusiones erróneas. Esta división concuerda perfectamente con lo anteriormente expuesto. En los del primer tipo, es decir, los fantasiosos, o dementes, en realidad no está afectado el entendimiento, sino sólo la facultad que suscita en el alma los conceptos de que luego se sirve el Juicio para compararlos. A estos enfermos se les puede muy bien redargüir con argumentos de razón que, aunque no supriman su mal, contribuyen por lo menos a aliviarlo. Por contra, en los del segundo tipo, delirantes y alienados, al estar afectado el entendimiento mismo, el razonar con ellos no sólo carece de sentido (pues no estarían trastornados si pudieran comprender esas razones), sino que es también altamente perjudicial. Y es que así lo único que hacemos es proporcionar nuevos materiales a su perturbada cabeza para seguir urdiendo despropósitos; el contrasentido no se mitiga, sino que se aviva, por lo cual es absolutamente necesario adoptar en el trato con ellos una actitud despegada y benevolente, como si uno no se diera ni cuenta de que algo no funciona en su mente.
He denominado enfermedades de la cabeza a las lacras de la potencia cognoscitiva, de la misma manera que llamamos enfermedad del corazón a la perversión de la voluntad. Asimismo, tan sólo he prestado atención a sus manifestaciones en el psiquismo, no queriendo escudriñar en su raíz, que bien puede estar en el cuerpo y que, más concretamente, puede que tenga su sede central en el aparato digestivo antes que en el cerebro -posibilidad que se apunta en los números 150, 151 Y 152 de la prestigiosa revista semanal de todos conocida con el título de El Médico.  Ni siquiera puedo convencerme a mí mismo en modo alguno de que los trastornos del psiquismo hayan de tener su origen, como generalmente se cree, en la soberbia, en el amor, incluso en la cavilación excesiva o en algún tipo de abuso de las facultades anímicas. Este dictamen, que convierte la desgracia del enfermo en motivo de reproches sarcásticos, es muy cruel y está motivado por un error común en virtud del cual se suelen confundir causa y efecto. Si prestamos aunque sólo sea un poco de atención a los casos, nos percataremos de lo siguiente: primero sufre el cuerpo; al principio, cuando el germen de la enfermedad se está desarrollando de forma latente, lo que se percibe es un trastorno ambiguo que todavía no hace sospechar una perturbación del psiquismo y que se manifiesta en forma de extraños caprichos amorosos, actitud engreída o profundas cavilaciones inútiles. Con el tiempo aflora la enfermedad, dando así pie a atribuir su causa al estado de ánimo inmediatamente anterior. Sin embargo, en vez de afirmar que una persona ha sufrido una perturbación porque era demasiado soberbia, habría que decir más bien que se ha vuelto soberbia porque ya tenía algún grado de perturbación. Estos tristes males, siempre que no sean hereditarios, permiten esperar una feliz curación y, en esta situación, hay que buscar ante todo el auxilio del médico.
Con todo, por deferencia, me gustaría no excluir al filósofo, que podría prescribir la dieta del psiquismo; pero sólo a condición de que por ello, al igual que por la mayor parte de sus restantes ocupaciones, no reclamara ninguna retribución. En reciprocidad, cuando el filósofo acometiera ocasionalmente la magna y siempre infructuosa tarea de curar la chifladura, tampoco debería rehusar el médico acudir en su ayuda. Por ejemplo, si un sabio aquejado de locura furiosa alborotara en demasía, podría sopesar si la ingestión de purgantes en altas dosis tendría un efecto favorable. Si, de acuerdo con las observaciones de Swift, un mal poema no es más que el aseo del cerebro, gracias al cual, para alivio del poeta enfermo, se eliminan gran cantidad de humores nocivos, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo con la lucubración de un escrito deplorable? En este caso, lo procedente sería dar a la naturaleza otra vía de escape, para que el mal quedase eliminado de manera radical y discreta, sin perturbar a los convecinos.

viernes, 25 de mayo de 2012

Reseña: "La Familia en Desorden" de Élisabeth Roudinesco [Jaime Martín-Montolíu]




‘Fundada durante siglos en la soberanía divina del padre, la familia occidental se vio, en el siglo XVIII, ante el desafío de la irrupción de lo femenino. Se transformó, entonces, con la aparición de la burguesía, en una célula biológica que otorgaba un lugar central a la maternidad. El nuevo orden familiar logró poner freno a la amenaza que representaba esa irrupción de lo femenino, a costa del cuestionamiento del antiguo poder patriarcal. A partir de la declinación de éste, cuyo testigo y principal teórico fue Freud al revisitar la historia de Edipo y Hamlet, se puso en marcha un proceso de emancipación que permitió a las mujeres afirmar su diferencia, a los niños ser considerados sujetos y a los «invertidos» normalizarse. Ese movimiento generó una angustia y un desorden específicos, ligados al terror por la abolición de la diferencia de los sexos y, al final del camino, por la perspectiva de una disolución de la familia’.


En el capítulo 1 (Dios padre) la autora sostiene que la familia puede considerarse como una institución humana doblemente universal ya que asocia un hecho de cultura -construido por la sociedad- a un hecho de la naturaleza -inscrito en las leyes de reproducción biológica-. Más allá de la primacía natural inducida por la diferencia sexual -unión de un hombre y una mujer- intervendrá otro orden de la realidad que esta vez no compromete un fundamento biológico. Siguiendo las tesis de Lévi-Strauss, señala que el proceso natural de la filiación sólo puede proseguir a través del proceso social de la alianza, del cual deriva la práctica del intercambio y la prohibición del incesto. Esos principios son los que asegurarían el paso de la naturaleza a la cultura. Construcción mítica, el interdicto en sus diversos grados estaría ligado a una función simbólica ya que sólo la nominación permitiría garantizar al padre que es el progenitor de su descendencia. Hecho de cultura y de lenguaje, pues, las variantes modales de la organización familiar se deberán a la diversidad de costumbres, a los hábitos, a las representaciones, al lenguaje, a la religión, a las condiciones geográficas e históricas,… que las sobredeterminan. Concluye que la familia mutilada -hecha de heridas íntimas, violencias silenciosas, recuerdos reprimidos…- cuya crisis aparece en nuestros días y de cuya fractura paterna se hizo cargo el psicoanálisis durante todo el siglo XX, es la legítima heredera de la autoritaria de otrora y de la triunfal y melancólica de no hace mucho.


El capítulo 2 (La irrupción de lo femenino) describe cómo a finales del siglo XIX, cuando Freud introduce en la cultura occidental la idea de que el padre engendra al hijo que será su asesino, el tema del advenimiento de una posible feminización del cuerpo social era ya la materia sustancial de un debate sobre el origen de la familia. Polémica que daría pie a una redefinición de la antinomia matriarcado/patriarcado. En la nueva perspectiva, el padre dejaría de ser finalmente el vehículo exclusivo de la transmisión psíquica y carnal, para compartir esa función con la madre. El orden familiar económico burgués (que se apoyó en tres fundamentos básicos: la autoridad del marido, la subordinación de las mujeres y la dependencia de los niños) irá progresivamente otorgando a la madre -y a la maternidad- un lugar considerable en el imaginario social, lo que amenazó con desencadenar una peligrosa irrupción de lo ‘femenino no adherido a la función materna’. Cada vez más, el progresivo sometimiento universal a la ley civil hará del matrimonio un contrato libremente consentido basado en el amor, actualizando el principio de la paternidad adoptiva. El padre se verá convertido así en ‘cabeza de familia’ y su poder simbólico se concretará en el patrimonio. La invención psicoanalítica vendrá, pues, a establecer una correlación entre el sentimiento de decadencia de la función paterna y la voluntad de inscribir la familia en el centro de un nuevo orden simbólico que ya no será encarnado por un padre desposeído de su poder divino -y luego reinvestido en el ideal económico y privado del pater familias- sino por un hijo convertido en padre por haber heredado la figura destruida de ese patriarca mutilado.


Los capítulos 3 y 4 (¿Quién ha matado al padre? y El hijo culpable) se dedican a analizar la génesis y el impacto que la concepción del complejo edípico tendrá en el interior de la vida familiar del siglo XX. Como es conocido, más allá del complejo Freud propone también, enTótem y Tabú, una teoría antropológica del poder centrada en tres imperativos: la necesidad de un acto fundador (el crimen), la necesidad de la ley (la sanción) y la necesidad de la renuncia al despotismo de la tiranía patriarcal encarnada por el padre de la horda salvaje. De modo que, frente al terror por la irrupción de lo femenino y la obsesión por el borramiento de la diferencia sexual que embargaban a la sociedad europea de fines de siglo, el psicoanálisis permitirá atribuir al inconsciente el lugar de la antigua soberanía perdida por Dios-padre en el reinado de la ley de la diferencia (entre generaciones, entre sexos, entre padres e hijos, etc). La autora se aplica en recomponer ese camino por el cual Freud pudo revalorizar a las antiguas dinastías heroicas con el fin de proyectarlas en la psique de un sujeto culpable de sus deseos. Así, escribe:


‘Al asociar una tragedia del destino (Edipo) a una tragedia del carácter (Hamlet) Freud reunió los polos indispensables para la fundación misma del psicoanálisis: la doctrina y la clínica, la teoría y la práctica, la metapsicología y la psicología, el estudio de la civilización y el estudio de la cura. Y porque quería dar a Hamlet ese lugar fundacional en la historia de la clínica, transgredió a su respecto la regla tantas veces enunciada por él, que prohibía valerse del psicoanálisis para interpretar las obras literarias’ (Pag 82)


Así pues, refundición de una mitología del destino y de la condena en el núcleo mismo de la descripción moderna del parentesco que restablece simbólicamente las diferencias necesarias para el mantenimiento de un modelo de familia cuya desaparición en la realidad entonces se temía.


El capítulo 5 (El patriarca mutilado) arranca con la siguiente descripción:


‘A lo largo del siglo XX, la invención freudiana fue objeto de tres interpretaciones diferentes: los libertarios y las feministas la vieron como un intento de salvamento de la familia patriarcal; los conservadores como un proyecto de destrucción pansexualista de la familia y el Estado, en cuanto éste sustituía en toda Europa la antigüa autoridad monárquica; los psicoanalistas, por último, como un modelo psicológico capaz de restaurar un orden familiar normalizador en el cual las figuras del padre y la madre serían determinadas por la primacía de la diferencia sexual. Según este último enfoque, cada varón estaba destinado a convertirse en el rival de su padre, cada mujer, en la competidora de su madre, y todos los hijos, en el producto de una escena primitiva, recuerdo fantaseado de un coito irrepresentable’ (pag. 95)


Según la autora, dicha invención se incrustó en el origen de una nueva concepción de la familia occidental tomando en cuenta no sólo el declive de la soberanía del padre, sino también el principio de una emancipación de la subjetividad a la luz de los grandes mitos. Freud concebiría una estructura psíquica del parentesco que inscribe el deseo sexual –la líbido o el eros- en el corazón de la doble ley de la alianza y la filiación. Privaría así del monopolio de la actividad psíquica a la vida orgánica, diferenciaría el deseo sexual expresado por la palabra de las prácticas carnales de la sexualidad y convertiría a la familia en una necesidad de la civilización (basando a ésta, según El Malestar de la Cultura, en la coacción del trabajo y el poder del amor). Sometido a la ley de un logos separador interiorizado, Edipo deberá erigirse en el restaurador de la autoridad, en el tirano culpable y en el hijo rebelde a la vez, tres figuras indispensables para el orden familiar. Y, al hablar de una estructura psíquica universal que se juzga necesaria para cualquier forma de rebelión subjetiva, explicaría un modo de relación conyugal entre hombres y mujeres ya no basada en una coacción por voluntad de los padres, sino en una elección libremente consentida entre hijos e hijas. La novela familiar freudiana supone entonces que amor y deseo, sexo y pasión se inscriban en el núcleo de la institución del matrimonio. Ni restauración de la tiranía patriarcal, ni transformación del patriarcado en matriarcado, ni exclusión del eros, ni auto-extinción. Acabaría siendo el paradigma de advenimiento de la familia afectiva contemporánea.


Roudinesco dice:


‘Sólo la aceptación de la realidad de su deseo por parte del sujeto permite a la vez incluir el eros en la norma, a la manera de un deseo culpable –y por lo tanto, trágico-, y excluirlo de ella cuando se convierte en un goce criminal o mortífero’ (pag. 100)


La erotización de la sexualidad habría ido a la par con la interiorización en el psiquismo de las prohibiciones fundamentales que son características de las sociedades humanas. El capitulo hace un rápido recorrido -algo confuso- a través de las posiciones de Klein (cuya ‘madre’ será objeto de todas las proyecciones imaginarias -desde las más aborrecibles a las más fusionales-), Winnicott (al que asigna una concepción maternalista en el marco de una autoridad simbólica compartida) y el primer Lacan (al que atribuye el mérito de haber prolongado la empresa freudiana enfrentando la irrupción real de la diferencia de sexos). La tesis histórica de Roudinesco es que el psicoanálisis fue síntoma y remedio de un malestar de la sociedad burguesa. Y también, a la postre, lo que más ha contribuido a la moderna eclosión de nuevos modos de parentalidad dentro de la familia afectiva (al servir de fermento de un movimiento social que ligó la emancipación de las mujeres y los niños – y más adelante de los homosexuales también- a la rebelión de los hijos contra los padres). Concluye que el psicoanálisis ni ha favorecido la represión de la libido ni su carácter benéfico, precisamente porque reconoció que, aunque la condición de civilización fuera la sublimación del instinto, el deseo -además de culpable- era necesario y consustancial al hombre.


El capítulo siguiente (6. Las mujeres tienen sexo) aborda las diferencias de los sistemas basados en el género y el sexo, partiendo de la afirmación “no se nace mujer, se llega a serlo” que Simone de Beauvoir formulara en ‘El segundo sexo’. En opinión de la autora, Beauvoir no suprimiría las nociones de construcción identitaria y estructura simbólica, pero las situaría, como pura alteridad, del lado de la cultura y no de la naturaleza, restando importancia a la diferencia biológica y negando, de paso, la existencia del inconsciente freudiano. Luego de un recorrido histórico, Roudinesco va a señalar como triple defecto ‘posmoderno’: (1) desnaturalizar hasta el extremo la diferencia sexual, (2) incluir el deseo sexual en el género y (3) disolver lo uno en lo múltiple. Las teorías queer (que rechazan a su vez el sexo biológico y el sexo social en favor del predominio de lo cultural performativo) tendrán, en su opinión, la virtud de arrojar luz sobre el carácter “perverso y polimorfo” de la identidad sexual posmoderna, más cómoda en la metamorfosis de Narciso que en la tragedia edípica.


Para Roudinesco, el orden del deseo en el sentido freudiano es heterogéneo respecto al sexo y al género, y subvierte las categorías habituales de la antropología y la sociología insuflándoles mitos fundadores e historias de dinastías heróicas. Sostiene así que la familia, sea cual sea su evolución y cualesquiera que sean las estructuras a las que se vincula, será siempre para el psicoanálisis, ‘una historia de familia’ o ‘una escena de familia’, ya que sus miembros actuarán siempre inconscientemente como héroes trágicos y criminales (p. 140). A partir de aquí el verdadero núcleo esencialista de la posición de Roudinesco se despliega al describir la posición freudiana y despreciar cualquier aporte posterior de lo que ella llama el peritaje de los especialistas psi o de la sociología y de la antropología cultural. Explica que Freud intentó dar un fundamento sexual a la organización social de las diferencias entre hombres y mujeres tomando como partida un sustrato biológico, si bien consideraba a la sexualidad femenina como un “continente negro” y postulaba el carácter complementario de una unicidad, de esencia masculina, y de una diferencia, de esencia femenina. El dominio de lo masculino estaría asociado a un logos interiorizado (deseo activo de dominación, amor, conquista, sadismo o transformación de los otros y de uno mismo), mientras que el polo femenino (caracterizado por la pasividad, la necesidad de ser amado, la tendencia a la sumisión y el masoquismo) debía exhumarse. Para alcanzar su plena madurez sexual, la mujer habría de renunciar al placer clitoridiano en beneficio del placer vaginal, y de esa transferencia de un órgano a otro dependería su expansión en el matrimonio y la sociedad.


La autora señala que ‘la guerra de los pueblos’ va a servir de modelo a Freud para una ‘guerra de los sexos’: la diferencia sexual ciñéndose a la oposición entre un logos separador y una arcaicidad abundante. De ahí derivaría su famosa fórmula de que ‘la anatomía es el destino’. Lejos de hacer de la mujer “un hombre invertido” o “fallido” Freud afirmará que la anatomía no es sino el punto de partida de una nueva articulación de la diferencia sexual: la que condena a hombres y mujeres a enfrentarse a una idealización o un rebajamiento mutuos, sin alcanzar jamás una plenitud real; la ley del padre sosteniéndose en un logos separador, la función de la ley de la madre siendo la de trasmitir la vida y la muerte. Al orden simbólico se añade pues un orden arcaico y la nueva lucha a muerte de las conciencias y las identidades toma por objetivo los órganos mismos de la reproducción, extendiendo así la escena sexual a la escena del mundo. Completando su cuadro de familia, el orden materno en el sentido freudiano remitiría a la religión del hijo, es decir, al cristianismo, y el orden paterno, a la religión del padre, es decir, al judaísmo. Según Roudinesco, pues, la familia edípica reinventada por Freud (monógama, nuclear, restringida y afectiva) es la heredera de las tres culturas de Occidente: la griega, por su estructura, la judía y la cristiana, por los lugares respectivos asignados al padre y a la madre…


Luego, en el capítulo 7, titulado El poder de las madres, la autora revela que Freud desestimó la idea de que fuese posible una separación entre lo femenino y lo maternal, el ser mujer y la procreación. Consideró esa eventualidad –añade- pero no intentó integrarla en su interpretación de la civilización: ni siquiera imaginó que esta última pudiera alguna vez aceptarla sin hundirse en el caos. De modo que cuando emergió socialmente el cuestionamiento de la familia patriarcal en medio de una más amplia revuelta antiautoritaria -reivindicando un derecho al placer desligado del deber procreativo -, ésta arrastraría consigo cierta hostilidad frente al edipismo psicoanalítico, así como a su conminación, de raigambre platónica, de no diseminar lo uno en lo múltiple, lo universal en las diferencias. Las mujeres, en lugar de ocuparse de trasmitir la vida y la muerte como habían hecho desde la noche de los tiempos, podían rechazar, si así lo decidían, el principio mismo de la transmisión; adquiriendo progresivamente la posibilidad de quererse estériles, libertinas, enamoradas de sí mismas, etc. sin temer los furores de una condena moral o de una justicia represiva. Podían también controlar la cantidad de nacimientos, procrear hijos en varias camas y hacerlos cohabitar en familias “reconstituidas”. Término, éste último, que remite a un doble movimiento de desacralización del matrimonio y de humanización de los lazos de parentesco. Así que en lugar de divinizada, naturalizada o derruida, la familia contemporánea se pretendió frágil, neurótica, consciente de su desorden pero deseosa de recrear entre los hombres y las mujeres un equilibrio que la vida social no podía procurarles. Construida, deconstruida y reconstruida, la familia recuperará, según la autora, el vigor y el alma precisamente en la búsqueda dolorosa de una soberanía fracturada e incierta.


Para Roudinesco, la difusión de una terminología derivada de la palabra “parentalidad” traduce tanto la inversión de la dominación masculina como un nuevo modo de conceptualización de la familia:


"En lo sucesivo, ésta ya no se considerará únicamente como una estructura del parentesco que prolonga la autoridad disuelta del padre o sintetiza el paso de la naturaleza a la cultura, a través de las prohibiciones y funciones simbólicas, sino como un lugar de poder centralizado y numerosos rostros. La definición de una esencia espiritual , biológica o antropológica de la familia, fundada en el género y el sexo o en las leyes del parentesco, y la definición existencial, inducida por el mito edípico, son sustituidas por la definición horizontal y múltiple inventada por el individualismo moderno y disecada de inmediato por el discurso de los peritos.


Esa familia se asemeja a una tribu insólita, una red asexuada, fraternal, sin jerarquía ni autoridad y en la cual cada uno se siente autónomo o funcionarizado. En cuanto a la transformación en peritos de algunos profesionales de las ciencias sociales y humanas, es el síntoma del surgimiento de un nuevo discurso sobre la familia a fines de la década de 1960”. (pag. 170)


Tomando como referencia El Antiedipo de Deleuze y Guattari, hace una crítica radical de su antiautoritarismo maquinista:


"lejos de blandir la antorcha de la interrogación trágica retomada por Freud y por Lacan, atacaban el dogma familiarista de la institución psicoanalítica de la década de 1970”( pag.173)


ya que ‘enunciaba el triunfo de lo múltiple sobre lo uno y del desorden normalizado’ (una cultura del narcisismo y del individualismo, una religión del yo, una inquietud del instante, una abolición fantasmática del conflicto y la historia) sobre la simbolización clásica. Más tarde, según ella, la impugnación libertaria retornaría a la norma -centrada esta vez en la búsqueda de la reconstrucción del sí mismo- pasando del Edipo repudiado a un Narciso triunfante. Si Edipo había sido para Freud el héroe conflictivo de un poder patriarcal declinante, Narciso encarnaba ahora el mito de una humanidad sin prohibiciones, fascinada por la potencia de su imagen: una verdadera desesperación identitaria. En este contexto, dice la autora, aparecieron las experiencias de homoparentalidad, que testimoniaban de una práctica radicalmente novedosa del engendramiento y la procreación. Doble movimiento -normalizador y transgresor- que por un lado ridiculizaba el principio de la diferencia sexual sobre el que se apoyaba hasta ese momento la célula familiar, mientras que por otro ésta era reivindicada como norma deseable y deseada. En volandas sobre la cresta de los avances tecnológicos- sostiene la autora-, desde la píldora a los programas de inseminación artificial, los hombres fueron adquiriendo un papel “maternante”al tiempo que las mujeres dejaban de estar obligadas a ser madres porque habían conquistado el control de la procreación. El modelo familiar originado de esa inversión –concluye entonces- se puso al alcance de quienes habían sido históricamente excluidos de él: los homosexuales.


El último capítulo (8. La familia venidera) se destina a explicar los avatares de las posiciones ‘psicoanalíticas’ sobre la homosexualidad (‘un deshonor para el psicoanálisis’, p. 204). Vuelve a los posicionamientos de Freud (bisexualidad psíquica universal, imposibilidad de revertir la orientación sexual,…) para afirmar que ‘el homosexual freudiano encarnaba una especie de ideal sublimado de la civilización’. Revisa las posiciones de Abraham y Jones (que excluyeron a los homosexuales de las instituciones psicoanalíticas frente a la oposición de Rank); de Anna Freud (que promovió ‘la conversión’ como criterio de una cura exitosa); de los kleinianos y poskleinianos (que atribuyeron a la homosexualidad una condición de estructura); destacando las excepciones no homófobas de Joyce McDougall y Robert Stoller entre una veintena de psicoanalistas de renombre.


Comenta que, cuando Lacan formó la Escuela Freudiana de Paris (1964), brindó a los homosexuales la posibilidad de ser psicoanalistas aun cuando, a diferencia de Freud, él sí consideraba la homosexualidad como una perversión en sí misma (no una práctica sexual perversa sino la manifestación de un deseo perverso, común a los dos sexos). El homosexual lacaniano sería una especie de perverso sublime de la civilización forzado a cargar con la identidad infame que le atribuye el discurso social normativo. Analizable pero no curable, el amor homosexual sería para Lacan la expresión de una disposición perversa presente en todas las formas de expresión amorosa, y el deseo perverso se sostendría en una captación inagotable del deseo del otro. En cuanto a la familia, retomaría, según Roudinesco, la concepción freudiana de la ley del padre y del logos separador pero para hacer del orden simbólico una función del lenguaje estructurador del psiquismo. Sin adherirse jamás a un familiarismo moral, proseguiría la empresa freudiana de revalorización de la función paterna erigiendo el concepto de Nombre-del-padre en significante de ésta (y a la familia en crisol casi perverso de la norma y la transgresión de la norma). Por último, algunos poslacanianos, como Pierre Legendre, reivindicarían el gesto freudiano y lacaniano, caracterizado por la transmisión de la antigua soberanía del padre a un orden del deseo y la ley, para invertir su movimiento y esgrimir el orden simbólico como espectro de una posible restauración de la autoridad patriarcal. De ese modo se lanzarían a una cruzada contra aquellos a los que acusaban de ser partidarios de una gran desimbolización del orden social, responsabilizándolos del borramiento de la diferencia sexual. Apoyándose en una antropología dogmática según Roudinesco, se opondrían frontalmente a cualquier consideración normalizadora de la homosexualidad, haciéndose cargo de una defensa radical de las instituciones judeocristianas (entre ellas la de la familia heterosexual).