Las fechas o los lugares son a menudo señales deslumbrantes o
negras ¿Dónde se encuentra Freud, por ejemplo, durante el verano de 1929,
mientras escribe El malestar en la cultura? A dos pasos de
Berchtesgaden, la futura guarida de Hitler ¿Cuándo aparece el libro? En
noviembre del mismo año, una semana después del “martes negro” de Wall Street.
Un año más tarde, en septiembre de 1930, los nazis entran por la fuerza al
Reichstag (que justo viene de cumplir, por esos días, su lustro democrático).
En 1936, en Berlín, se queman, entre otros, los libros “impuros” de Freud. En
1939, el viejo luchador, obligado a dejar Viena por los bárbaros, muere en
Londres, “la ciudad que nunca fue visitada por un enemigo”. Al año siguiente
cae París.
La historia del psicoanálisis, como la de su fundador, es paralela
a la tragedia mundial, esta revela, mejor que cualquier otra, los intentos
totalitarios del siglo XX. Hoy en día hacemos como si el psicoanálisis fuera
evidente (dejando de lado a algunos irreductibles oscurantistas), pero
olvidamos alegremente las violentas resistencias que lo tuvieron como objeto,
las cuales, además, pueden resurgir de un momento a otro. Algo no funciona
entre la especie humana y la representación que ésta se hace de sí misma. Freud
trae una muy mala noticia, y no hay que sorprenderse si la propaganda eufórica,
sea cual fuere, encuentra esta luz repentina demasiado dura, demasiado
negativa, obscena, desesperanzadora, en una palabra nihilista. Casi todo el
mundo se le opone: por supuesto las religiones, que rápidamente han reconocido
en Freud a un enemigo irreductible, pero también sus sucedáneos, delirios de masas militarizadas,
racistas o revolucionarias. La ilusión tiene un gran porvenir, dice Freud. Y
una ilusión expulsa a la otra: “Los hombres ahora han llegado tan lejos en el
dominio de las fuerzas de la naturaleza que con la ayuda de estas les es fácil
exterminarse los unos a los otros hasta el último. Lo saben, de allí una buena
parte de su inquietud presente, de su desdicha, de su fondo de angustia. Y
ahora habrá que esperar que la otra de las dos “potencias celestes”, el Eros
eterno, haga un esfuerzo para afirmarse en el combate contra su adversario
igualmente inmortal. Pero ¿quién puede presumir una salida exitosa?” Tal es la
conclusión del Malestar. La última frase es conmovedora: data de 1930,
para la segunda edición del libro. Como la vemos, está cargada de
premoniciones.
¿Malestar? La palabra hoy nos parece débil respecto de aquello que
tuvo lugar, y de lo cual Freud no pudo ser testigo. El adversario inmortal de
Eros no es otro que la pulsión de muerte sobre la que Freud, ya sacrílego con
su revelación de la sexualidad infantil, tiene la más grande dificultad de
convencer a sus discípulos o alumnos. Esta pulsión trabaja silenciosamente,
apunta sin cesar a destruir al otro y a sí mismo, en una necesidad
inextinguible, de agresión y autocastigo. Esta está apuntalada por la
megalomanía del yo narcisista del lactante “desayudado”, guarda el rastro del
asesinato original del padre por los hijos que es el fundamento de toda
sociedad humana. Desde entonces, denegación general. La cultura es por cierto,
a partir de allí, una necesidad, un combate vital, y no podemos más que
felicitarnos, pero engendra al mismo tiempo, en su rechazo a saber de donde
ella proviene, una angustia y una culpabilidad sordas que, de vez en cuando,
estallan en la violencia. La cultura que apunta a la utilidad, a la limpieza,
al orden, debe proceder por inhibición de la individualidad demasiado marcada y
la restricción sexual. En estas condiciones, el amor, contrariamente a lo que
dicen los torrentes de almíbar religiosos o militantes, no puede ser más que
raro, y los preceptos “ama a tu prójimo como a ti mismo”, o “ama a tus enemigos”
dan el efecto de votos alucinatorios. La educación, dice Freud, no disimula
solamente la cuestión sexual, además “no prepara al adolescente para la
agresión a la cual está destinado a convertirse en su objeto”. Insiste:
“Dejando a la juventud en la vida con una orientación psicológica tan inexacta,
la educación no se comporta de otra manera más que si equipáramos a personas
que parten a una expedición polar con ropas de verano y mapas de los lagos
lombardos”. Dios es una ilusión, la esperanza comunista no tiene ninguna
consistencia, el “narcisismo de las pequeñas diferencias” propaga sin cesar un
racismo inquebrantable (todos los días vemos sus efectos), la xenofobia y el
antisemitismo tienen hermosos días frente a ellos, y en cuanto a la civilización
americana, esta está fundada desgraciadamente sobre “la miseria psicológica de
la masa”. Resumamos: la agresividad es incurable, el hombre es el lobo del
hombre (como lo prueban “las atrocidades de la migración de los pueblos”), los
socialistas desconocen la naturaleza humana, y todo el mundo miente, salvo tal
vez los poetas (Schiller, Goethe, Heine):
¡Qué se regocije,
aquél que respira en lo alto
dentro de la luz rosa!
Porque debajo, está el espanto.
Y el hombre no debe tentar a los
dioses
Ni nunca, en el jamás de los
jamases, desear ver
Aquello que estos buscan cubrir de
noche y de terror.
Estos versos de Schiller, citados por Freud en 1929 están
extraídos de una balada de 1797, El Buzo. Sabemos, nosotros, que el
espanto llegó, y que solamente la verdadera verdad podría protegernos. Nada que
hacer. La humanidad es una neurosis. He aquí lo que no es amable de parte del
volteriano Freud. “Me inclino frente al reproche de ellos por no estar en
condiciones de llevarles consuelo, ya que es aquello lo que en el fondo todos
reclaman, los más salvajes revolucionarios no menos apasionadamente que los más
bravos y piadosos creyentes”.